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Antón Corpas corredactor de "Masala" y www.insurgente.org

Diálogo de todos los tiempos

Al iniciar «Diálogos de Refugiados» (Alianza Editorial, 1994) en 1940, Bertolt Brecht no debía estar demasiado seguro de si viviría para contarlo y para finalizar un relato que no se encuentra entre lo más citado de su prolija bibliografía. Quizá por esto último, después de meter la cabeza entre sus páginas, adquiere más valor aún. Elaborada durante años, comenzada en Finlandia pero terminada durante su estancia en Estados Unidos, la obra está dotada de un tono de urgencia; a bocajarro de los acontecimientos que se suceden sin freno ni retroceso para alguien que siete años antes, el 28 de febrero de 1933, había huido de Alemania. Faltaban entonces dos meses y poco para que sus libros fueran quemados frente a la Opera de Berlín.

«La furia de la guerra ya había arrasado media Europa, pero aún era joven y bonita y se puso a pensar como podría darse un salto hasta América. Mientras tanto, en la estación de Helsingfors [nombre sueco de Helsinki], dos hombres hablaban de política sin dejar de lanzar, de rato a rato, miradas cautelosas a su alrededor. Uno de ellos era alto y gordo y tenía las manos blancas; el otro, rechoncho, tenía manos de obrero metalúrgico. El alto sostenía su jarra de cerveza en el aire y miraba a través de ella».

Así empiezan dieciocho diálogos sobre las grandes ideas, los grandes hombres, el fascismo, la noción de bondad, la economía, la guerra o el comunismo entre otras muchas cuestiones. El título y el contenido aluden a la propia situación de Brecht, exiliado en Finlandia, y que no parece sentirse obligado a responder a la hospitalidad con apologías ni silencios. Dinamarca, Suecia, Suiza, Francia, Estados Unidos y la propia Finlandia, estados de acogida durante su huida y su exilio, son objeto de puyas en torno a diversos aspectos de su política interior y exterior: las relaciones ambivalentes con la Alemania nazi, sus formas de organización política, la imagen creada de sí mismos, la idea de la libertad o de la democracia de cada uno de ellos, y obviamente el trato y las condiciones legales y de existencia de los refugiados.

En general, quiere Brecht desvestir el carácter impostor y la doblez del tiempo histórico en que vive, y como sabe que la hipocresía es ágil dándole nombres agradables a las realidades malsonantes, le da un lugar privilegiado al eufemismo. La libertad, por ejemplo, resulta una convicción extraña: «He observado que una frase como `somos un país libre' se oye siempre que alguien se queja de falta de libertad». De la misma manera, y no se si hoy sabremos decirlo mejor, «por democrático se entiende cierto aire agradable y misterioso, visto en un gran señor, claro está; en un individuo famélico resulta más bien desvergonzado». Por otro lado, «nuestras vidas dependen por entero de la economía, y ésta es un asunto tan complicado que para abarcarla en su totalidad hacen falta dosis de inteligencia que simplemente no existe. ¡Y en este caso los hombres habían desarrollado una economía cuya interpretación exigía superhombres!». Los protagonistas, Kalle y Zieffel, son realmente simpáticos, socarrones, pero son un antifaz de personajes un tanto más oscuros y macabros pero omnipresentes y bien conocidos, como la libertad en una jaula, la democracia fotogénica o el misterio de la economía.

Diálogos de Refugiados» captura las paradojas inocentes no tan inocentes de aquello que llaman «la realidad compleja». Por ejemplo, que en un mundo tan complicado será mejor que las palabras y las obras delimiten perfectamente sus respectivos campos de acción, que se relacionen lo menos posible entre sí; a no ser que uno quiera convertirse en un amoral de palabra y pensamiento, y en la práctica en un tarado. Kalle cita como modelo de comportamiento «un tipo que era químico y fabricaba gas tóxico. Personalmente era pacifista y daba charlas contra la locura de la guerra ante la juventud pacifista; sus discursos podían llegar a ser muy virulentos y continuamente tenían que exhortarlo a la moderación». Y no es que el hombre fuera ignorante de la contradicción entre sus discursos y sus actos: «al igual que nosotros, él también estaba en contra de que la gente no tuviera nada que ver con lo que fabricaba». Pero, como se diría hoy, ¿qué podría hacer si no? Se puede incluso llegar más lejos y resolver la contradicción como tantos intelectuales de izquierda coetáneos: ¿para qué atormentarse con la inconsecuencia cuando se puede ser coherente jaleando al patrón, y además vivir mejor? Al fin y al cabo, el bienestar es un fin legítimo, y justamente los ideales de bienestar y la prosperidad son, por lo general, magníficos conductores de la escritura de propaganda.

Sin ir demasiado lejos, en su momento, el profesor y colaborador del diario «El Mundo» Agapito Maestre, para defender la invasión y ocupación de Iraq, le exigía al PP «mostrar que sin esas opciones sería imposible nuestro actual bienestar». Es razonable preguntar hasta dónde es razonable un sistema que requiere de la agresión para conservar su relativo estado de confort y abundancia. Pero los caminos del bienestar, como los de Dios, la Reserva Federal, el petróleo, la Moncloa y el Departamento de Estado, son inescrutables. De la misma manera que para estar bien habrá que trabajar 40 horas semanales si no más, cobrar 900 euros si no menos, pagar la hipoteca y soportar a los hijos y el marido; para nuestro mejor bienestar también habrá que destruir los trabajos de otros, derribar sus casas, matar a sus hijos y a ellos mismos si es necesario: «tienes que conquistar la hegemonía mundial. No te queda otra salida» para alcanzar la prosperidad, nos recitaba un ex inspector de Hacienda hace ahora más o menos cuatro años para justificar la participación del Ejército español en la invasión de Iraq, tal y como le había espetado a Zieffel en un campo de concentración un antiguo agente de seguros afiliado al Partido Nacionalsocialista.

A medida que avanza, la narración es, en el fondo, un manual de supervivencia tan útil hoy como hace 67 años, y acreditado por dos supervivientes natos. Kalle y Zieffel, por ejemplo, dan razones más que suficientes para no «ser bueno», algo en lo que Brecht insiste y mucho a lo largo de su obra. A los hombres buenos, a quienes su resignación y paciencia no los hace generosos, inteligentes o justos, es solamente su respeto al orden lo que les da la calidad de santos. Pero incluso si nos atenemos a la lógica religiosa más elemental, no puede ser bueno ni santo aquel que no puede elegir otra existencia que la que posee. Es la misma razón por la que «la teoría de que cada cual tiene una vida propia» es un dudoso lugar común, «pues sólo es válida en el plano lógico si se denomina vida al hecho de vegetar durante setenta años, o simplemente tres». Si acaso, hoy se vegeta a 250 km/h, con línea ADSL, alimentos tamaño XXL y un pastillero de diseño para la jalea real y los ansiolíticos; pero esa multiplicación de la cantidad, el tamaño y la velocidad de nuestras adicciones, no supone una realización de la vida buena y la libertad. Al contrario, seguro que Brecht, que propuso transformar la radio «de aparato de distribución en aparato de comunicación» («Teorías de la radio 1927-1932»), estaría de acuerdo en que la abulia televisiva y telemática son un perfeccionamiento en el arte de la muerte cerebral.

Dijo Roland Barthes en 1967, once años después de su muerte el 14 de agosto de 1956, que «conocer a Brecht tiene una importancia distinta a la que supone conocer a Shakespeare o a Gogol, puesto que es precisamente para nosotros -y no para la eternidad- para quien Brecht ha escrito su teatro. La crítica brechtiana es, pues, una crítica de espectador, de lector, de consumidor y no de exégeta: es una crítica de hombre a quien el texto le concierne».

En este caso, los asuntos, el hilo común, el contenido y el estilo de «Diálogos de Refugiados» no son desconocidos para los tiempos que corren, ya que incluso gran parte de lo que fue una parodia es ya parte asimilada de la normalidad. Lo que hace Bertolt Brecht es fotografiar el absurdo, comentado y representado mediante una rigurosa coherencia entre fondo y forma. El absurdo de las cosas, de las leyes, del orden y de las gentes, desnudo de cualquier racionalidad bajo la que pueda adoptar una forma respetable. Al menos mientras dure lo malo conocido, la conversación de Kalle y Zieffel será un diálogo para todos los tiempos.

© inSurGente

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