LA JORNADA Pedro Miguel 2007/8/28
«Goodbye», Gonzales
Alberto Gonzales (...) se sacó la lotería cuando conoció a George W. Bush, quien, como gobernador de Texas, lo hizo su consejero, su secretario de estado y su hombre en el tribunal supremo estatal. Gonzales sirvió a su amo con lealtad absoluta: en 1996, por ejemplo, consiguió que el gobernador fuera eximido de presentarse ante un jurado por manejar borracho y logró desaparecer el expediente de un arresto que sufrió su patrón en Maine, dos décadas antes, por confundir la botella con el volante. Este hispanic exitoso revisó las peticiones de clemencia de todos los ejecutados en Texas durante la gubernatura de Bush -150 en total, 148 hombres y dos mujeres- y en ningún caso registró circunstancias que habrían debido ser suficientes para detener las sentencias. Uno de los casos más terribles es el de Terry Washington, un hombre que al momento de ser sometido a la inyección venenosa tenía la capacidad expresiva de un niño de siete años. (...)
Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, y en su calidad de consejero legal del presidente, el hijo del albañil mexicano redactó la Orden Ejecutiva 13233, que recortó severamente la libertad de información y tiñó de opacidad toda la esfera presidencial. En enero de 2002 compuso un célebre memorándum en el que cuestionaba la validez de la Convención de Ginebra en la «guerra contra el terrorismo» lanzada por Washington. La almendra de su razonamiento era que las disposiciones de ese instrumento internacional que prohibían las ofensas a la dignidad y el trato inhumano a los prisioneros eran demasiado ambiguas y ponían en riesgo a los militares estadunidenses de ser procesados bajo los términos del Acta de Crímenes de Guerra de 1996. Para entonces, los torturaderos de Guantánamo y Abu Ghraib funcionaban a plena capacidad. Discurrió entonces en favor de los tormentos light y forjó el argumento estrella del actual gobierno estadunidense para legitimar sus masivas violaciones a los derechos humanos en el mundo: la tortura era una práctica aceptable siempre y cuando no se le llame tortura.