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Jesús Valencia educador social

Dos turistas alucinados y un reportaje incompleto

Necesitan del embozo para encubrir su identidad; sin él podrían ser reconocidos por el vecino al que tirotearon o por la señora a la que apalearon con saña. Jamás dicen a sus niños dónde está su taller ni comentan en público cómo ganan su jornal

Nunca llegaremos a conocernos, pero quiso la fatalidad que coincidiéramos en el Boulevard donostiarra en el día y a la hora de la represión. Apostados muy cerca de la línea de fuego, no corríais ningún riesgo, ya que las balas eran disparadas en dirección contraria. Muy pegados, la una y el otro, os cruzabais miradas nerviosas e intensas; la oficina de turismo no os había informado de que podríais participar gratuitamente en semejante reallity show. Intercambiabais frases cortas con uno de los muchos uniformados que, supuestamente, constituían el bando de los buenos. A los malos no era fácil divisarlos, ya que proferían gritos estridentes ocultándose tras los contenedores y las jardineras.

También quisisteis intercambiar con él una sonrisa, pero aquel intento fracasó; el policía no tenía rostro. Un antifaz desmesurado ocultaba sus facciones y una actividad degradante borraba sus emociones. El, como todos los de su gremio, os hubiera dicho no sentirse avergonzado de su «trabajo». Nada más falso. Necesitan del embozo para encubrir su identidad; sin él podrían ser reconocidos por el vecino al que tirotearon o por la señora a la que apalearon con saña. Jamás les dicen a sus niños dónde está su taller ni comentan en público cómo ganan su jornal; aunque nadie se lo recuerde, son ellos los que se sienten mercenarios. En su pechera cargaba vuestro interlocutor un macuto repleto de proyectiles. Demasiados para reprimir al pueblo al que un día perteneció y muy escasos para derribar todas las vivencias que intentaba abatir. Destrozar el rostro de un muchacho es fácil; acabar a tiros con la dignidad de un pueblo es bastante más complicado. Aquellos policías disparaban sus proyectiles -y su rabia- contra una multitud que se ha juramentado en la defensa de las presas y los presos; militantes alejados y cercanos, modelo de una generosidad que no conocen aquellos siniestros fusileros.

La turista -detalle de pésimo gusto estético y nula conciencia crítica- pidió permiso al policía y se fotografió junto a él. Si acostumbran a recopilar tragedias, han captado la de un pueblo al que se le niegan derechos básicos; si son miserias humanas lo que coleccionan, les sugiero que conserven esa foto; han conseguido la imagen de un vendido que cobra por reprimir a sus paisanos. Aunque el reportaje quedaría incompleto si no consiguen incorporar al reportaje otra imagen más elocuente: la de los políticos que dieron la orden de ahogar a tiros la solidaridad popular. Se trata de Ibarretxe, Balza, Imaz I, «el Amortizado»... Si consiguen fotografiarse a su lado observarán que estos jauntxos también utilizan máscaras. Bajo rostros edulcorados y melifluos ocultan crueldad e intereses mezquinos, tras semblantes supuestamente serenos y firmes encubren el sometimiento de quien se limita a cumplir lo que le ordena Madrid. No es difícil encontrarlos. Ultimamente se prodigan en actos conmovedores con los que intentan paliar el dolor de las víctimas.

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