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Carlo Frabetti Escritor y matemático

La España descerebrada

Todos los años, por estas fechas, recuerdo (y procuro recordársela a los demás) la famosa frase de Einstein: «Quienes disfrutan en un desfile militar, sólo por error han recibido un cerebro: con médula espinal habrían tenido suficiente». También recuerdo (y procuro recordárselo a los demás) que el «descubrimiento» de América no fue tal, y que la peripecia de Colón no tendió un puente fraterno entre dos mundos, sino que franqueó el paso a la más infame turba de saqueadores que ha conocido la historia (en la medida en que hicieron de la cruz su coartada, ultrajando, esclavizando, torturando y exterminando en nombre de quien predicó la igualdad y el amor entre todos los hombres).

Y no es casual que recuerde ambas cosas a la vez, pues, curiosamente, la celebración del «descubrimiento» de América coincide con una de esas aparatosas exhibiciones militares que, como señaló una de las más preclaras inteligencias del siglo XX, sólo pueden entusiasmar a los descerebrados. Porque, aun en el supuesto de que los ejércitos fueran necesarios (y es mucho suponer), exhibir con orgullo los instrumentos de la muerte (incluidos los de carne y hueso) es algo tan grotesco que nos induce a sospechar que, en realidad, la famosa cabra de la Legión no es una mascota, sino un emblema. ¿Qué pensaríamos si los verdugos (aun en el supuesto de que la pena de muerte no fuera inadmisible) desfilaran orgullosos con sus hachas, sus nudos corredizos, sus electrodos y sus jeringas letales?

Pero volvamos a la curiosa coincidencia antes señalada. ¿Por qué la «Fiesta Nacional» (que es también el nombre con que se conoce la repulsiva costumbre de torturar animales públicamente) coincide con el aniversario del «descubrimiento» de América y se celebra con un aparatoso desfile militar? Sólo se me ocurre una respuesta: porque en el imaginario colectivo de los descerebrados, que son legión (esta vez con minúscula, lo que es mucho más grave), la «patria» es una informe máquina avasalladora que avanza sin freno «por el imperio hacia Dios», una gigantesca fortaleza en expansión hecha de hierro y de furia, de sangre y de rapiña. Porque el «orgullo de ser español» dimana (como cualquier orgullo que no sea meramente defensivo, que no sea la respuesta a una agresión o un desprecio) de la debilidad y el miedo, del insano deseo de ser más que los demás alimentado por el enfermizo temor de ser menos. Esa ferocidad del que huye de su propia vileza animaba a las hordas del enano Atila (no llegaba al metro y medio de estatura), y sigue animando a las hordas del enano Franco y del enano Aznar, a los resentidos enanos mentales que quisieran compensar su miseria subiéndose encima de los demás. Y son muchos (sobre todo en la capital de la España imperial), a juzgar por los resultados de las últimas elecciones o por la proliferación de banderolas posrepublicanas y preconstitucionales del 12-O.

Pero también somos muchos (cada vez más) los que no aceptamos una bandera impuesta por el fascismo y asumida por quienes propiciaron la farsa de la «transición»; y la rechazamos sobre todo por estas fechas, cuando es inevitable ver en el rojo la sangre derramada de los auténticos americanos y en el amarillo el oro que les robaron nuestros rapaces antepasados, a los que se siguen dedicando calles y monumentos. Somos muchos (cada vez más) los que no aceptamos la negra España de los Reyes Católicos, hecha a golpe de expulsiones, expolios y matanzas, esa España a la vez lacaya e imperialista que quisiera perpetuarse negándoles a los pueblos de hoy, como a los de ayer, su irrenunciable derecho a la autodeterminación.

Cuando en las manifestaciones de los descerebrados ondea la rojigualda con una silueta de toro en el centro, comprobamos con preocupación que la totémica cabra de los legionarios ya tiene su trasunto civil, inequívoco referente de bestialidad embestidora y de rituales sangrientos. Pero cuando en las manifestaciones de los jóvenes (y de los no tan jóvenes que no han claudicado) vemos ondear, cada vez con mayor frecuencia, la bandera tricolor (junto a la ikurriña, la senyera o el morado pendón de Castilla, que nos restituye el color robado a la insignia republicana), podemos mirar con esperanza hacia un futuro (próximo, muy próximo) en el que aberraciones como la tortura pública de animales, las reales cacerías de osos, las exhibiciones de fuerza y el desprecio a la soberanía de los pueblos solo serán recuerdos vergonzosos. Como la conquista de América.

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