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Antonio Alvarez-Solís periodista

La igualdad, producto de la estadística

Con la técnica en manos del poder, la estadística, instrumento técnico, se convierte en un medio de degeneración del pensamiento, de engaño que, según explica Antonio Alvarez-Solís, esconde que la gravedad de las llamadas «turbulencias financieras» se debe precisamente a producirse en una economía exclusivamente especuladora que reduce el consumo y crea pobreza, comprometiendo el acceso a los bienes básicos.

Nadie discute la necesidad de la estadística como instrumento de medida. Vaya esto por delante de lo que he de decir. Pero la estadística se ha vuelto perversa. Todos los instrumentos técnicos -y la estadística lo es de modo esencial- conllevan una tendencia a la perversión. Cuando la producción de ideologías se vuelve frágil, la técnica queda en manos del poder. Es más, la técnica se convierte en Derecho, en lógica fundamental, en política vertical, destruye las ciencias del espíritu. El fascismo no es más que un manejo estadístico en manos únicas. Con el fascismo -momento capital que vive el mundo- la estadística nos convierte en fieles de una iglesia diabólica. Todos los días se habla del robusto crecimiento que experimenta el llamado mundo civilizado; no, claro es, el mundo culto. Haga esta aclaración lateral porque el mundo civilizado es un mundo de cosas y el mundo culto es un mundo de ideas. El mundo civilizado es el mundo del tener, el mundo culto es la sociedad del ser. Para tener hay que poseer poder decisorio y excluyente; para ser hay que invitar al «otro» a estar presente en nuestras vidas, a acuciarlas con sus propuestas, a ganar profundidad. Un «otro» con toda su posible y a veces inmensa carga de creación. La alternativa cierta y válida siempre es el «otro», el que nos niega, el que trata de cambiar radicalmente el mundo. No es «otro» el que comparte el modelo, el que lo explica por el envés de la misma hoja. Reyes que le tapaban el sol a Diógenes.

La perversidad de la estadística degenera el pensamiento con infinita frecuencia; es más, lo corroe hasta el tuétano. Volvamos, pues, a eso del «robusto crecimiento». El ministro español de Economía y Hacienda, Sr. Pedro Solbes, admite que el crecimiento español «podría perder alguna décima» sobre el crecimiento previsto. ¿Por qué esta rectificación de la solidez anunciada? Al Sr. Solbes le preocupan, sobre todo, las turbulencias financieras, el encarecimiento de las materias energéticas, en primer lugar el encarecimiento del petróleo. Y en consecuencia rectifica sus previsiones unas décimas -que a microescala pueden ser inmensas para el ciudadano-; previsiones que, sin embargo, insisten en el optimismo global. Bien, pues examinemos lo que oculta este malvado lenguaje, porque no es un lenguaje equivocado -que se resolvería enmendándolo-, es un lenguaje falaz.

En primer término no es difícil concluir que las turbulencias financieras son graves por producirse precisamente en una economía reducida a la especulación. El mecanismo de la financiación no tiene ahora por propósito la inversión en actividades productivas, sino en la pura acumulación de dinero mediante una serie de maniobras que han destruido la organicidad de la economía, aquella basada en la multiplicación de cosas, el robustecimiento del empleo, la multiplicación equilibrada de consumidores, la estabilidad y responsabilidad empresariales, las legislaciones protectoras de la ciudadanía, la formación profunda y con porvenir, la cohesión social.

Al dinero como signo de intercambio ha sucedido el dinero como mercancía de poder. Dicen Bech y Gray, dos de los brillantes economistas regresados del neoliberalismo, que el capitalismo ha derivado en anarcocapitalismo, esto es, en un capitalismo de captura de activos monetarios. La Banca ya no es un instrumento de financiación industrial, un intermediario con múltiples y sensatas ganancias mediante multitud de servicios a la creación industrial, agraria o comercial, sino que se desprende a marchas forzadas de este quehacer de intermediación para manipular y capturar capitales sin importarle el precio de proletarización del trabajador, de la pequeña y media empresa que se paga por ello. Incluso las cajas de ahorro, nacidas para escoltar a los más débiles en tales campos, se han convertido en buzones de un capital que no brota de la expansión material de la economía, sino de exprimir a trabajadores y empresarios modestos mediante unas normas económicas que ni siquiera aspiran a robustecer la colonia en beneficio de la metrópoli, como en tiempos del colonialismo burgués. La Banca está animada hoy por un espíritu corsario que no sólo estrangula la vida social, tornándola invivible, sino que se destruye a sí misma en una autofagia que es la razón de las turbulencias a las que se refiere con tanta soltura como falta de moral social el Sr. Solbes. Es una Banca de asalto con ocultación de bandera en muchas ocasiones: una Banca corsaria.

El panorama parece evidente: el consumo se reduce, produciendo una creciente pobreza, pues la pobreza puede darse incluso en sociedades en apariencia brillantes, ya que la pobreza es una ecuación de relatividad entre lo que se ofrece y lo que realmente puede adquirirse sin desestabilizar la vida fundamental. No se trata ya de la pobreza absoluta -que alcanza a un tercio largo de la humanidad-, sino de una pobreza por desproporcionalidad, que hiere a las cuatro quintas partes de la población planetaria.

Los bienes básicos como la alimentación, la instrucción, la sanidad y la vivienda están gravemente comprometidos y no es posible para la mayoría de los ciudadanos tenerlos a la vez, aunque sea en proporciones insuficientes.

Las materias primas se encarecen por una satánica competencia entre las seis grandes familias financieras y por el cerco puesto a los escasos países que tratan de abrir frentes populares para regular lícitamente el comercio. A esos países se les apunta en la lista negra del terrorismo.

La instrucción, que no educación, se está constriñendo a unas determinadas élites mediante un sistema de enseñanza desigual y con la explotación directa o indirecta del presupuesto público, que también ha caído en el pecado gravísimo de la política financiera, desde el absurdo superávit a las inversiones en sociedades privadas especuladoras en Bolsa.

Basten estos apuntes iniciales y básicos para decidir nuestro juicio sobre el llamado crecimiento, que ahora es cosa por completo distinta al desarrollo. El crecimiento puede ser acromegálico; el desarrollo ha de ser armónico.

Pero ¿hasta qué punto una gran parte de la población está dispuesta a levantarse revolucionariamente contra el envenenado lenguaje de las estadísticas y hablar de pueblos, individuos y poderes?¿Hasta qué punto esa población está dispuesta a luchar por la propiedad nacional de los elementos básicos de la riqueza, como son las energías, la educación, el suelo, el agua, el aire y decidir que legislaciones ruines como la de patentes y seguridad pueden destruir lo que en nosotros hay de dignidad humana? ¿Pretendemos una igualdad cierta o una igualdad estadística? Cada cual consulte a su corazón.

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