Un repaso a los restos de la simbología franquista que adorna algunos edificios de nuestras capitales y pueblos da para hacer unas cuantas reflexiones. La primera, sin lugar a dudas, se refiere a la escandalosa situación que se da en Nafarroa. Especialmente cuando existe una ley que se aplica ad hoc para proscribir la ikurriña, pero que no se cumple respecto a los símbolos franquistas. Esa situación está en plena sintonía con el ideario y el programa de UPN y PP, así como con su concepción política general, que presupone que ganar unas elecciones conlleva gobernar como si todos los ciudadanos fuesen militantes de su partido.

Sin embargo, seríamos parciales si no advirtiésemos que allí donde el caso navarro se utiliza sistemáticamente como anatema, se instrumentaliza para dar valor a las políticas propias o, directamente, se arguye para atemorizar a los votantes menos convencidos, existen también símbolos franquistas. Esos símbolos perviven con la permisividad de los dirigentes de un partido que tuvo que exiliarse hace setenta años por culpa de ese golpe militar. Pero es también el partido que lleva cerca de treinta años gobernando en una parte del país y en los municipios donde existen esos símbolos -el caso de Bilbo es, quizás, el más llamativo-. Nuestras instituciones, como demuestra el caso navarro, tienen autonomía para acabar con esa situación y para más. Por lo tanto, estamos de nuevo ante una cuestión de voluntad.

Uno de los datos más llamativos del reportaje que publica hoy GARA es el referido a los bunkers franquistas en el Pirineo. Sin embargo, tal y como hemos podido comprobar recientemente, los verdaderos bunkers franquistas no son esos restos de fortines diseminados por nuestros montes, sino los despachos de los políticos herederos de aquel régimen. Esos bunkers franquistas se sustentan en el miedo y en el poder heredado. Pero también se sustentan en aquellos políticos apocados que no son capaces de romper con los tabiques políticos y simbólicos que construyeron los herederos del franquismo.