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Elena Martinez Rubio Doctora en Filosofía

No es ave de paso

No es ave de paso. Jamás escapa detrás de cielos errantes, ni desaparece entre nubes andariegas. Llegó y se instaló con nosotros, cuando tras un combate cuerpo a cuerpo perdimos lo más querido. Cierto que resulta un poco simpática, es más, impidió nuestra desaparición. Sin embargo, siempre conserva un aire extraño. Al fin y al cabo, se ha invitado ella sola.

Transcurre el tiempo, y se ha hecho una con nuestro interior. Ahí está lo más asombroso, que no se va, que no saca conclusión alguna de nuestros fracasos y nuestra mala suerte, que no depende de ningún suceso externo. Es tozuda y le da igual lo que ocurra.

Nuestra relación con ella es peculiar. Sentimos que nos engaña, mas también que nos prolonga, aunque mecánicamente, la vida. Y no somos capaces de echarla.

Un día, se han abierto paso en la memoria imágenes antiguas, sueños remotos.

Y ahora hemos podido mirarle a los ojos. No canta, no vuela. Fiel sí ha sido, y paciente, como un lazarillo. Si bien domesticada, mansa, y resignada.

Ha llegado el momento de dejarla atrás y atravesar la línea. No vayan a cambiar los papeles, y nos esclavice. No vaya el sobrevivir, esa parodia de la vida, a impedirnos vivir.

«La mayoría de los humanos viven en el terror, sabiamente sustentado por el poder, de despertarse un día en ellos mismos...», decía Raoul Vaneigem en sus textos situacionistas. «Los dos brazos de la tenaza (del poder) son, de un lado, la amenaza de desintegración -locura, enfermedad, depauperación, suicidio- y, del otro, las terapias teledirigidas...: aquél permitiendo la muerte, éste haciendo posible la supervivencia sin más».

Vileza del mundo, lucha sin moral. La ley del más fuerte es un viento que lleva miles de años soplando, a pesar de haberse encontrado en su recorrido con muros de contención que se le resisten, con gente que construye contrafuertes.

Montaje caótico, pero duradero. Cuesta entenderlo en la infancia, y mal lo explican los adultos, quienes tanto esconden. Tanto casi como se ocultan a sí mismos, mientras conviven con ello manejándolo con temor, como una cáscara que puede romperse con una sola mirada de frente. Los adultos: niños venidos a menos. Algunos, satisfechos de haberlo conseguido, tan arduo como parecía, llegar a ser sombra entre las sombras. Otros, aún algo sorprendidos de su capacidad para ser uno más en el montón.

Intriga la tan asocial sociabilidad humana. Hay un deseo de asociarse, de hacerse un lugar entre los congéneres, a los que por otra parte no se soporta, sino que se desprecia y envidia, contra los que se pelea y medra, sin renunciar tampoco a su compañía.

Kant consideraba esa contradicción un antagonismo puesto por la naturaleza como instrumento motor en el camino hacia la cultura y la consecución de una organización social justa. Más allá del pesimismo que le provocaban una y otra vez las guerras encarnizadas y la destrucción.

No es, sin embargo, sino la manivela con la que arrancó históricamente la sociedad patriarcal.

Así fue quedando un espacio especializado que correspondió a las mujeres: el de la protección imprescindible de los niños, los cuales nunca podrían salir emocionalmente adelante, caso de aplicárseles tal ley. En él se han intentado transmitir valores que ellos, normalmente alérgicos a la hipocresía, no tardan en ver con estupor atropellados por doquier. De hecho, en la tradición de las sociedades más patriarcales se separa a los chicos de las madres para los siete años, por si acaso.

«Maldito mundo en que, en el momento en que levantamos un pie, alguien recibe un golpe, y en el momento en que volvemos a apoyarlo en tierra, alguien es pisoteado», escribió Stig Dagerman en una novela. A este sentimiento de acumulación de culpa y deambular absurdo hacia la muerte que siempre tuvo, el escritor anarcosindicalista sueco opuso compromiso social, resistencia política, búsqueda de consuelo humano.

Stig Dagerman no se resignó -como lo demuestran tanto la obra que escribió como su forma de vivir- sino que desesperó. Se negó a vivir inmerso en la falta de vergüenza general. Hasta que le faltó energía para sobrellevar la visión de semejante mercadillo salvaje. O equilibrio suficiente para encontrar al margen un respiro y disfrutar. De modo que puso fin a su vida en 1954.

Dos años antes había publicado en una revista para amas de casa el artículo titulado: «Nuestra necesidad de consuelo es insaciable». Un lugar inusual para aquella reflexión filosófica que, con todo, no estuvo fuera de lugar. Pues la experiencia existencial de muchas mujeres amas de casa es bien cercana a la suya, en cuanto a vacío y desconsuelo.

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