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Aitxus Iñarra Profesora de la UPV-EHU

Los mapas de la muerte

Hoy, Día de Todos los Santos, la profesora Aitxus Iñarra analiza los modos en los que los seres humanos se enfrentan al fenómeno de la muerte. El contexto cultural en el que vivimos condiciona la manera en la que entendemos el proceso de la muerte. Asimismo, un mayor y mejor conocimiento de nosotros mismos puede ayudar a romper el tabú de la muerte y a aprender a vivir de otro modo.

La muerte en sí es un suceso, un proceso que vive cada uno al final de su vida. Mientras vivimos, sólo accedemos a ella mediante la muerte del otro y esta experiencia está mediatizada, sobre todo, desde las ideas y la emocionalidad que se nos transmite a través de la cultura. Es imprescindible darnos cuenta de que la vida y la muerte las vivenciamos mediante el cedazo de nuestras ideas, experiencias, proyecciones y traumas, y que lo que sentimos y pensamos sobre la muerte está condicionado por el sistema sociocultural al cual se pertenece.

Creamos así, mediante la socialización en la cultura, una forma de percibir, un modo de interpretar, entender y describir la realidad que siempre es limitado. Las versiones resultantes que elaboramos se ajustan, habitualmente, a un paradigma o modelo dominante. Son el paradigma y el modelo mediante los que nos explicamos el universo y la (nuestra) vida.

En la elaboración e imposición de ese modelo, la religión y la ciencia han sido agentes decisivos para estructurar mentalidades y conductas relativas a las formas de vivir y morir.

Así, desde cada religión se construyen creencias relacionadas con múltiples temas de la vida diaria, que van desde la moral al fenómeno de la muerte y al más allá. Por lo tanto los sujetos que comparten la misma ideología religiosa coinciden en alguna medida en la concepción y la actitud con respecto a estos temas. Religiones monoteístas tan influyentes como el cristianismo, el judaísmo y el islamismo -religiones de salvación con sus diferentes ideologías en torno a la idea de Dios, la muerte, la existencia del alma...- han convertido a Dios en el centro y al hombre en la periferia.

En Occidente, pertenecen a la mitología cristiana la inmortalidad, el cuerpo físico desde lo obsceno y el trabajo como esfuerzo. En el texto del Génesis se fundamenta este tipo de creencias. Adán y Eva desobedecieron, y comieron del árbol de la ciencia del bien y del mal. Una vez expulsados del paraíso, son arrojados al mundo. El mundo es, junto con la muerte, su castigo. La teología cristiana de la muerte, de la pérdida de la inmortalidad queda así vinculada al pecado original, a la transgresión. A partir de ese momento, en toda la historia del pensamiento teológico, desde la Antigüedad hasta ahora, la vida de la carne que es perecedera se representa como el mal. El cuerpo es lo que se convertirá en cadáver. Y el cadáver es la expresión última del cuerpo y del pecado.

La ciencia ha sustituido en buena medida el papel central de la religión. Desde la ciencia se ha desarrollado un tipo de conocimiento sobre la interpretación-construcción de la realidad que se impone desde los distintos ámbitos institucionales. Este conocimiento determinista procede de un modelo creado hace siglos; nos referimos, siguiendo a Edgar Morin en «Los siete saberes necesarios para la educación del futuro», al gran paradigma de Occidente formulado por Descartes e impuesto por la evolución de la historia europea desde el siglo XVII. El paradigma cartesiano separa sujeto y objeto, creando de este modo lo objetivo unido a la ciencia y a la investigación por un lado, y por otro la filosofía y la investigación reflexiva. Esta dualidad trae consigo la separación de una manera de concebir la realidad: sujeto/objeto, alma/cuerpo, espíritu/materia, sentimiento/razón, vida/muerte...

Todo ello ha traído consigo, además, un modelo de sujeto actualmente dominante en Occidente, enfrentado a su propio vacío existencial y cuya idea de libertad está asentada en el beneficio y la rentabilidad, donde ser rico es ser libre. Así pagamos un alto precio en potencial humano por la creación de cierto tipo de hombre. El individualismo moderno es un lema, una ideología, pero no una realidad vital, en tanto que no lleva a la vivencia, no apunta a la verdadera naturaleza humana. El hombre moderno, como dice E. Becker en «La estructura del mal», ha perdido la posibilidad de crear sus significados, porque la sociedad le ha despojado de los medios para hacerlo, y se ha desarrollado más intensamente como persona (máscara), sencillamente porque le han quitado sus raíces. Su forma interna está vacía, por decirlo así; posee un potencial sólido que no realiza.

Por ello consideramos necesario desarrollar un conocimiento diferente, un modo de experiencia que nos conduzca a ir más halla del sujeto ordinario. Un conocimiento abierto a trascender los actuales condicionamientos impuestos, que desarrolle una actitud consciente que nos lleve a dar respuestas menos mecánicas. Un conocimiento que vaya más allá del intelectual y analítico. Hablamos de un «autoconocimiento» autovivenciado que trae consigo la conversión del individuo en un «idiota» (idios: particular, privado), que según el sentido auténtico que le dieron los sabios de la antigüedad es «ser uno mismo», es decir, el sujeto que trasciende las convenciones en la búsqueda de sí mismo, que no comparte las ilusiones con los otros. El idiota es «él mismo» y parece loco a los ojos de los que están en el mundo de las ilusiones.

Para «vivir» es necesario pensar con claridad sobre uno mismo y sus relaciones dentro de la comunidad de los seres humanos. Epicteto habla en «Un manual de vida»: lo que de verdad nos espanta y desalienta no son los acontecimientos exteriores por sí mismos, sino la manera en que pensamos acerca de ellos. No son las cosas lo que nos trastornan, sino nuestra interpretación de su significado... Por ello, ni siquiera la muerte tiene gran importancia por sí misma. Es nuestro concepto de la muerte, nuestra idea, lo que es terrible, lo que nos aterroriza. Examina a fondo tus conceptos sobre la muerte y sobre todo lo demás, y pregúntate: ¿Son realmente ciertos? ¿Te hacen algún bien? No temas a la muerte y al dolor, teme al temor a la muerte y al dolor. No podemos elegir nuestras circunstancias externas, pero siempre podemos elegir la forma de reaccionar ante ellas.

Vivimos, imaginamos, representamos la muerte a través de las ideas, de las representaciones que la cultura nos transmite. «Ver» lo que hemos interiorizado a través de la cultura trae consigo tomar conciencia de los aspectos alienados, mecánicos, que subyacen en nosotros actuando sin que los percibamos. En esta tarea la educación debe ser un agente de cambio, que ayude a desvelar esos mapas, que muchas veces responden más a las necesidades de una ideología dominante que a la búsqueda de una realidad más profunda.

Tomar conciencia de nuestras creencias sobre cómo pensamos y sentimos la muerte nos lleva inevitablemente a plantearnos preguntas sobre nosotros mismos, y sobre los significados de la vida. La muerte se vive, todavía, como un tabú en Occidente. Un primer paso es contribuir a destruirlo. Dar una respuesta a ese tabú, a ese miedo, va intrínsecamente unido a «saber» quién soy yo. Por ello el educador debe partir de una actitud de comprenderse a sí mismo, es decir, de autotransformación, de autoconocimiento, ya que profundizar en el tema de la muerte conlleva un cambio interno que no sólo se manifiesta en la transmisión de unos contenidos, sino en una forma diferente de vivir y sentir la vida.

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