Una película que gusta tanto y que recibe tantos premios del público es porque refleja un punto de vista bastante extendido, pero por esa misma razón me parece una película coyuntural, que tal vez ya no sea válida dentro de unos años. El argumento de «La zona» se podía haber prestado perfectamente a un tratamiento más fantástico, más al estilo de Shyamalan en «El bosque», o en la tradición genérica clásica de «El malvado Zaroff». No van por ahí los tiros, debido a que Rodrigo Plá cae en un cine de anticipación dominado por la realidad actual, como diciendo que el futuro ya está aquí y no pinta nada bien. Sería una opción igual de respetable, a no ser porque el toque social que da a su ópera prima está condicionado por el tremendismo mexicano y peca de melodramáticamente efectista.

El tipo de lucha de clases que presenta es del todo esquemático, lo mismo que los mecanismos de venganza que maneja, cercanos al resurgir de la moda de películas sobre justicieros urbanos propiciado por el peor Neil Jordan imaginable con «La extraña que hay en ti».

Los aciertos que han encumbrado a «La zona», a pesar de todos los pesares, hay que relacionarlos con el impacto visual de puesta en escena y el imaginativo diseño artístico. Plá ha creado una zona residencial amurallada en medio de México D.F., en cuyo interior los ricos se protegen con fuertes medidas de seguridad paramilitares de sus vecinos de los barrios marginales, en teoría para prevenir la delincuencia, aunque finalmente queda de manifiesto que tratan de establecer un orden cerrado donde imponer su propia ley, incluso por encima de una policía corrupta pendiente únicamente de la muy localista «mordida».

Lo inquietante es que se trata de un exclusivo grupo de viviendas unifamiliares por completo ajeno a la fisonomía del entorno urbano de la capital mexicana, con lo que esa urbanización podría situarse en cualquier parte del mundo, al responder a un perfil ya globalizado del modo de vida de las familias pudientes.