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A las ocho en el bule

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Xabier SILVEIRA

Sin prisa por sentir el dolor que crea el vacío dejado por un ser querido, llegamos Haritz y yo a la Juan de Bilbao, Ikatz kalea, que pese a ser como era, día de regatas, no estaba tan petada de gente de colores como estaría al mediodía, al igual que tampoco lo estaban el resto de calles de la parte vieja. Aún y todo, había mogollón. Rosa, morado, verde, amarillo, azul... Parecía que el arco iris había bajado a echarse unos potes o, quien sabe, quizás venía a la cita que teníamos con el destino, a las ocho. A las ocho en el Bule. Eran las siete y veinte en el reloj del Urka-mendi y supuse que serían más y media que y veinte. En los bares los relojes siempre vienen con retraso, del mismo modo que los camareros siempre llegan tarde. Casi perdidos entre el catálogo remero de titanlux, comencé a distinguir rostros conocidos; tres chavales de Irun en un txoko, «aupaaaa», una cuadrilla de Orereta al fondo, «iepaaa», unas cuantas de las chicas de Egia en corro, «kaixooo», los de Lesaka apoyados en la ventana, por fuera, hablando con un par de oiartzuarras... Salí fuera a saludarlos a la que Haritz pedía dos zuritos. Me puse a hablar con ellos y continué localizando peña, como los de Tolosa, sentados en el suelo en torno a un portal, o los de Lasarte, apoyados en la puerta del Urraki charlando con los de Usurbil. Salió Haritz con los zuritos y, al girarme para coger uno, en la puerta del Ilargi, que sé que ya no está pues me lo contó uno de los ex dueños cuando estuvo aquí de visituqui, en la puerta del Ilargi estaban los primeros okupas de Donosti, casi todos llegados de la margen izquierda del Nervión con el pretexto de hacerse una carrera de universidad. A su lado, otro corro; amplio grupo en el que reconocí a varios jambos, que decían ellos en Iruñea, junto a algún que otro clon de basajaun que, supuse, serían de Sakana. Sakanikolas. Hoy es el día en el que todavía no quiero ni saber cómo hicieron los de lo viejo para juntar a tanta gente un domingo a las ocho. A los que no vi fue a los del barrio, pero sé que andaban cerca. Uno de los dos chavales que la tarde anterior estuvieron en el Zunbeltz, el Julen Guerrero, pasó con otros dos que vestían chándal de adidas y sudadera con capucha, igual que media calle, haciendo señas con la cabeza para que los siguiéramos. Calmadamente, todos los que estábamos esperando y algunos más de los de colores, fuimos formando un pelotón que, al llegar a la calle Narrika, giró a la derecha y enfiló la calle rumbo al Boulevard, al Bule. Salimos a la carretera en tromba, todos a la vez al grito de «ez, ez, ez, herriak ez du barkatuko!». Nada más pisar asfalto -antes el Bule era todo carretera, el espacio peatonal que hay ahora entre la parte vieja y el quiosco no existía-, nada más pisar asfalto, digo, un viejo camión Ebro sin placas de matrícula paró delante de nosotros. El conductor, encapuchado y guantes de látex, se bajó y comenzó a abrir las puertas traseras, las cuales, al abrirse, dejaron paso a otros dos encapuchados que comenzaron a repartir cajas de botellas retornables llenas de ponchos, en plan reparto de medicamentos en zonas declaradas catastróficas. Recuerdo que cogí la primera caja, y que, como no sabía dónde dejarla, me acerqué a la marquesina más cercana y la dejé sobre un asiento de plástico. Cuando volví a por más ya no quedaban. Una hilera de más o menos cincuenta cajas en pilas de tres, algunas de cuatro, cortaba el paso incluso al viento.

Entre veinte o veinticinco capuchas empujaron el viejo camión fantasma en dirección al ayuntamiento y, una vez alejado lo suficiente, le prendieron fuego en medio de todo el caos. Al mismo tiempo, otro grupo de número parecido se acercó a los tres autobuses que hacían tiempo varias docenas de metros mas allá, entre la Brecha y el Paseo nuevo, y, tras desalojar a los ocupantes, los encendieron sin ni siquiera cruzarlos en la vía. Yo y el grupo más numeroso, esperábamos apostados al lado de la trinchera de cajas a que vinieran los antidisturbios. Y llegaron, aparecieron tras los ruidos de las sirenas, prácticamente de frente, por la calle que hace de parte trasera del hotel Maria Cristina, en dirección contraria, abriéndose a izquierda y derecha, según el orden de llegada. La primera y todas las impares en llegar, tercera, quinta, séptima... a nuestra izquierda, hacia el ayuntamiento; la segunda e igual que ella las que llegaban pares, la cuarta, sexta etc., hacia el lado opuesto. Agarré una docena de cohetes y, mientras los desenvolvía, corrí hasta el camión, el Ebro en llamas, seguido de cerca por alguien que -por lo que pude ver mientras corría mirando a las conejeras- se tapaba con un jersey granate de capucha negra. Me acerqué tanto al camión que el calor que de él se desprendía me obligó a girar para retroceder y, fue al volverme que, quien me venía detrás, no tuvo tiempo de reaccionar y chocó contra mí. Mi reacción inconsciente fue la de rodear la cintura de la otra persona con mis dos manos para que al rebotar no cayera de espaldas, y, mira tú por dónde, un cuerpo de mujer se vio estrujado por doce cohetes y dos sudorosas manos polvorientas. Sus ojos, negros-negros, se me hicieron familiares, mucho, pero la solté y me volví para ver si los agentes de la brigada móvil habían comenzado ya a descender de las furgonetas. Saqué un cigarro y lo encendí, con bastante buen pulso, por cierto. Aparté uno de los cohetes y dejé el resto en el suelo, entre mis pies. Lo sostuve por la cabeza con la mano derecha y, con la izquierda, la de fumar, prendí la mecha en el preciso instante en que la primera furgoneta abría la puerta lateral derecha. Fffffffffff- shshshshshshuuu, el cohete salió directo a la puerta que se abría, «ona!, ona!», se oyó gritar en una acera, y ¡zutún! Explotó a escasos centímetros del agente que acababa de salir, el primero

 

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