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Jesús Valencia Educador Social

«El Pacto de Rubalcaba» cumple un año

En el guión marcado por Ferraz, a los vascos pactudos todavía les quedan dos tareas: aplacar la rabia popular cuando se consume la ilegalización y, naturalmente, cobrar los 30 denarios

Fue a comienzos de 2007 cuando el Gobierno español convocó, de uno en uno, a todos los partidos del arco parlamentario. No se trataba de una convocatoria al uso; el PSOE, zorro viejo en esas artes, estaba tejiendo un nuevo pacto contra la izquierda abertzale. El Pacto de Rubalcaba no fue diseñado al calor del atentado de Barajas; era una de las bazas con las que contaba el Gobierno antes de sentarse a negociar. El PSOE sólo realiza estas piruetas cuando cuenta con red de seguridad; el pacto estaba perfilado como herramienta de coacción a sus interlocutores: «Si no aceptáis mis condiciones, movilizaré a toda la sociedad para que respalde mis tesis y os machaque». Las conversaciones de Argel tuvieron su corolario en el Pacto de Ajuria Enea; el nuevo proceso, en el de Rubalcaba.

Los pactos anteriores nacieron con foto, fecha y denominación de origen; nombres eufémicos y fingidos con los que encubrir toda la beligerancia que encerraban. Como «Acuerdo para la normalización y pacificación» bautizaron al pacto suscrito en Ajuria Enea el 12 de enero de 1988; su objetivo: liquidar a la izquierda abertzale por asfixia y dar cobertura social a la represión furibunda que iban a desatar. El 8 de diciembre del 2000, PP y PSOE emprendieron otra cruzada contra el soberanismo: «Acuerdo por las Libertades y contra el Terrorismo». No cambiaron de objetivo pero sí de métodos; impusieron el estado de excepción ya que las muecas de Gesto por la Paz se les antojaban blandenguería inútil. El Pacto de Rubalcaba es una síntesis de los anteriores, dando por hecho que ahora sí acabarán con el independentismo. El engendro nació sin fecha, nombre ni foto; detalle comprensible habida cuenta del papelón que se asignó a los pactantes.

A estos les encargaron que ahogasen toda esperanza entonando sin descanso el consumatum est. Socializaron el mensaje de que ETA había roto la mesa, mientras el Gobierno endurecía su postura en unas conversaciones que seguían abiertas. Los pactantes -especialmente los vascos- eran imprescindibles. Se comprometieron a embridar a sus bases y a sedar a la sociedad para que no reaccionase ante los terribles atropellos que el Gobierno pensaba cometer. Difundiendo medias verdades debían culpar a las víctimas y exculpar a sus verdugos (es antológico el comunicado de NaBai de Burlada ante la detención de seis jóvenes de la localidad). A los pactosos les correspondía defender los estamentos del Estado; es decir, a los torturadores de Gorka y a los jueces del 18/98. Se exhibieron en Madrid en un acto con más tufo a rancio que con olor a multitudes. Han apuntado con su dedo acusatorio a EHAK y a ANV (los «señaladores» preparan el camino a los ilegalizadores). A miles de personas les espera «el paseíllo» cuando la nueva Junta del Movimiento lo considere oportuno. En el guión marcado por Ferraz, a los vascos pactudos todavía les quedan dos tareas: por un lado, aplacar la rabia popular cuando se consume la ilegalización y, por otro, naturalmente, cobrar los 30 denarios: el Estado los investirá como únicos interlocutores vascos en las instituciones democráticas de España (¡Uy, que gracia!).

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