El incremento de los precios en los servicios y productos básicos, como la electricidad o los alimentos, se presenta cada mes de enero por parte de las distintas administraciones como un mero ajuste del mercado a las subidas que durante el año recién concluido han sufrido las materias primas, ya sea el petróleo o los cereales. Es éste un mensaje cargado de hipocresía con el que los representantes políticos intentan camuflar el fondo de la cuestión, que no es otro que mantener un sistema socioeconómico basado en la teoría de que lo que es bueno para la oligarquía empresarial es bueno per se para el conjunto de la población.

La falsedad de esa argumentación ha quedado patente, más si cabe, durante estos últimos años, cuando, cada trimestre, las grandes empresas muestran orgullosas unos beneficios astronómicos y, además, se ufanan al resaltar que el índice del incremento de sus ganancias también va ascendiendo sin cesar. ¿Ha repercutido esa bonanza económica en beneficios palpables para la ciudadanía de a pie? Es evidente que no. En Euskal Herria no tenemos hoy un sistema sanitario mejor que hace diez años; no tenemos más servicios públicos que en la década anterior, sino más servicios privatizados; no tenemos viviendas más asequibles, sino hipotecas cada vez más costosas; no se ha incrementado el salario medio a ese ritmo vertiginoso del que alardean las entidades financieras, sino que las trabajadoras y trabajadores han ido perdiendo poder adquisitivo...

Si hoy una barra de pan o un kilovatio/hora cuestan más que hace quince días no es porque esté en peligro el «estado del bienestar», sino porque éste ya está en liquidación desde hace tiempo. Los precios y los impuestos suben para que una ínfima parte de la población siga disfrutando de un estatus que no ha ganado con su trabajo y para que las administraciones puedan seguir «modernizando» las infraestructuras en las que esa oligarquía necesita invertir para mantener unos beneficios que no están dispuestos a repartir.