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Antonio Alvarez-Solís periodista

Libertad en la colonia

Hablemos de la libertad, ese bien sumamente escaso. El concepto de libertad es un concepto de difícil definición y de práctica enormemente complicada. Tanto es así que la libertad únicamente resulta fácil de describir cuando carecemos de ella. La libertad, como el aire, solamente nos acucia con su falta o escasez. Libertad es lo otro. Por eso el poder no precisa de libertad, porque no admite lo otro. Es más, le resulta difícil entenderla y le parece peligrosa por constituir una sustancia explosiva. La libertad es el alma de la democracia y se confunde con ella. Pero la democracia es muy frecuentemente una coartada. Los poderosos, los que tienen el dominio de la sociedad, no suelen hablar de la libertad, porque la libertad son ellos mismos. La emplean y proclaman, eso sí, como una contribución graciosa por su parte a quienes viven uncidos como bueyes de tiro a su feroz carro. La libertad está reducida, al parecer, a la crueldad de los dominadores y a la ambición clandestina de los dominados.

Pero la libertad es en definitiva el gran bien, el bien radical que justifica la vida. Un elemento profundamente religioso. Y en ese aspecto de justificación vital es donde comienza el problema teórico y, sobre todo, práctico de la libertad. ¿Qué es, en suma, libertad?, ¿la capacidad de autodefinirse como ser o la aceptación de un juego en el que jamás se puede ganar? ¿La libertad es la nuestra o la de ellos? La libertad conjunta es la gran trampa de los tramperos. La verdadera libertad es un juego de libertades. Demos un paso más: ¿se puede vivir con la libertad de ellos? No estamos ante una expresión de pesimismo radical, sino ante la propuesta para crear otra forma de vida, de «nuestra vida», concretamente. Hay que decidir entre ser una colonia o una nación libre, con todas sus consecuencias. Esa es la gran cuestión ante los estados actuales, surgidos del detritus de las desigualdades.

Es curiosa la persistencia del espíritu colonial en los estados presentes, que se tornan crecientemente crueles como quien presiente la muerte en su propia entraña. Nacieron esos estados para amparar una economía explotadora. Al principio revistieron esos estados la belleza inicial de todo lo que surge. Anclaron su alma en las propuestas de la Ilustración, que sustituyó a Dios por la Humanidad, como gran referente moral. Voltaire fue un negrero que hizo un monumento del hombre libre. Los derechos del hombre enmarcaron la Revolución Francesa, pero esos derechos no alcanzaron a los sans culotte, que se convirtieron tras la victoria burguesa en la canalla para los progresistas exquisitos. Desde entonces la masa ciudadana está agusanada por el poder. Es, sencillamente, la colonia interior, sobre todo desde que se perdieron las colonias externas, a las que es difícil recuperar en su plenitud. Por eso hay pueblos ya condenados a muerte. Son los pueblos «malditos», sobrantes.

Pero al llegar a este momento de la reflexión surge la gran dificultad para que el poder prosiga su andadura. Esa dificultad consiste en que un cierto número de naciones no aceptan el coloniaje que les imponen los estados que las contienen; estados que establecen una nacionalidad única a fin de prolongar la oscura dependencia de quienes están conflictivamente agavillados en su seno. Es, ya, la indefendible trampa de los tramperos. Las naciones oprimidas en el interior del Estado saben que están cubriendo el espacio y la función colonial que antes ocupaban pueblos exteriores a la frontera estatal. Esas naciones subyugadas íntimamente por una común bandera llamada nacional no quieren sustituir a la vieja Cuba de España, a la exprimida Argelia de Francia, a la Abisinia de Italia, al Congo de Bélgica o a la India inglesa. Son naciones muchas veces superiores, por cultura o potencia económica, al dominador. De ahí que el agravio de la sumisión sea aún mayor que el desprecio que sufrían los antiguos colonizados, a cuyas clases dominantes se les hacía el obsequio de la sólida y brillante cultura metropolitana, empezando por el idioma. A un kenyata distinguido se le podía regalar Oxford; a un escocés, no. A un argelino poderoso se le pudo trasfundir París; a un ciudadano de Euskal Herria, no. El gran drama de la violencia en el Estado español proviene de la pretensión de mantener desde Madrid el fructífero cinturón colonial que forman Euskadi y Catalunya. Madrid no puede seguir viviendo de la contribución humana, social y económica que le dedican sus «colonias» interiores. Madrid es parasitario.

Volvamos ahora a la libertad. Repitamos: ¿la de ellos o la nuestra? La libertad es el mecanismo con el que cada cual cree realizarse de acuerdo con una serie de notas que le califican como «sí mismo». Es, pues, un mecanismo referido al medio en que funciona. No hay una libertad abstracta, salvo como forma trascendente y referencial. Hay libertades concretas. Pero la libertad concreta, la libertad derivada o de uso, la que nos hace ser lo que somos solamente puede acontecer en el interior de la propia decisión de ser. No se es libre por consenso. La libertad, como la verdad, es un fenómeno interno del discurso de cada cual. Cuando no se reconoce este hecho esencial surge la violencia inicua del dominador, la crueldad del dominador, que suspende los protectores derechos elaborados por la Ilustración para retroceder a formas arcaicas y brutales de dominio, donde el desprecio por lo humano florece lujuriosamente. El Voltaire negrero ya no se compensa culturalmente con la factura del «Cándido» ingenuo, sino que se transforma en un negrero puro y duro, sin coartada humanística alguna. La libertad se remite a un ruido, a un griterío de los dominadores que pretenden elevar a dogma lo que no es más que la retórica agónica de algo ya imposible. Ya sé que entre los dominados hay siempre una minoría que sirve a los dominadores, porque el fenómeno de la trasculturalización constituye la gran tentación mimética, pero ¿cómo se puede en el caso de Euskadi, de Catalunya, de Escocia, del Ulster o de otros pueblos por el estilo anhelar una integración que no conlleva además ventaja humana alguna o, si acaso, que solamente contiene un puro, transitorio y frágil beneficio económico para la minoría? ¿Cómo se puede hablar de una síntesis de pueblos consistente en que el dominado desaparezca del mapa como tal pueblo real y entero?

Cuando oigo hablar de la paz como una concesión en que el Estado sigue con su presa entre los dedos y el subyugado renuncia a su propia identidad me pregunto si eso es paz verdaderamente o, repito, es la gran trampa de los tramperos. La paz es, ciertamente, el cese de la violencia, pero ¿de qué violencia? ¿O es que solamente existe una? ¿Dónde radica la violencia inicial sino en la libertad otorgada, en la democracia que se delega, en la lengua que domina, en la cultura que niega la raíz étnica del pueblo que es subyugado?

No es aceptable hablar de la libertad como de un borrador que limpia la pizarra de la historia legítima. No es aceptable concebir la libertad como un sometimiento fingido en una mezcolanza electoral en que los votos convierten en minoría estatal la mayoría nacional de que se trata. No es aceptable transformar la cruel represión en una acción antiterrorista sin más alcance que la eliminación masiva de los referentes nacionales que tratan de aflorar en el pueblo subyugado. No es aceptable la libertad grandilocuente que puebla el discurso del dominador mientras son reducidas a cenizas las libertades concretas de la nación negada desde el gran poder estatal. La libertad no puede ofrecerse como una aceptación previa de condiciones y campo de acción. Esa es una libertad ratonera; tinta del calamar que enturbia el agua que trata de seguir usufructuando. Y conste que me duele esta referencia al calamar, sobre todo porque mi alma tributa a la benéfica gastronomía. Pero la denuncia del engaño persistente obliga a estos movimientos literarios. Díganme los patriotas españoles: ¿por qué no practican la bonhomía que haga posible una conversación que encienda la luz inocente que ilumine tan triste y sangrienta negritud?

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