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¡No me gusta el teatro!

Josu MONTERO | Periodista y escritor

Pues igual va a ser que no te gusta el teatro!», me lanzó irónica mi amiga mientras apuraba su cerveza y yo me atragantaba con la mía. Aquella frase me había dejado pasmado. ¿Habría dejado de gustarme el teatro? Acabábamos de salir del Arriaga, habíamos visto «Barroco», del dramaturgo y director esloveno Tomasz Pandur, uno de los más prestigiosos directores europeos de la última generación. A los veinte minutos de función, yo ya estaba aburrido, haciendo esfuerzos por centrar la atención. La obra le encantó a todo el mundo, que la aplaudió a rabiar, y también a la crítica, que se ha deshecho en elogios. Blanca Portillo y Asier Etxeandia -bilbaino además- están estupendos, la escenografía eficacísima, la luz bellísima, la música omnipresente y sobrecogedora, y el tratamiento de las voces y el vestuario y los textos de Laclos y de Müller.

«No se trata de hipnotizarlos. No se trata de hacer brillar Dios sabe qué cosa ante sus ojos», escribe Peter Handke en su radical drama «Insultos al público». Yo no fui capaz de ver otra cosa en «Barroco» que un ejercicio manierista, esteticista, de una estética además más patética que barroca, patética no en su sentido peyorativo, sino en su acepción original de expresión exaltada y gesticulante de emociones y sentimientos. Si en algún lugar habita la esencia del teatro es, claro, en su presencialidad, en ese desarrollarse aquí y ahora, en directo y sin mediaciones; pero esa que es su fuerza, quizá en esta cultura del ocio -y del negocio- se vuelva en su contra.

No se puede negar que ir al teatro es algo excepcional, un acto social, y más aún en esos teatros de terciopelos y oropeles. Ir al cine no es un acto social, el cine es una «simple» proyección. Al cine le viene bien esta cultura del ocio; el cinematógrafo nació ya para ser un entretenimiento. Pero el teatro no, no nació como entretenimiento, sino como asamblea, como rito, como catarsis, y estos conceptos no casan nada bien con nuestra sociedad del espectáculo, una sociedad que ha eliminado todos los espacios sociales que no estén directamente relacionados con el consumo. Y el teatro es un espacio público, un espacio social; no un acto social.

Curiosamente, esta sociedad del espectáculo provoca que los teatros sean cada vez más grandes y «monumentales» y los cines cada vez más pequeños, cuando lo lógico sería más bien lo contrario.

En Euskal Herria estamos bien surtidos de teatros y, sin embargo, hay significativamente sólo una sala alternativa de pequeño aforo con una programación regular. El nuevo director artístico del Teatro Arriaga, Emilio Sagi, ha manifestado su intención de abrir una sala pequeña, con la posibilidad de plantear un escenario no a la italiana. Cuarta Pared es una de las salas alternativas madrileñas más activas e inquietas. «La Trilogía de la Juventud» fue una producción de Cuarta Pared que alcanzó hace unas temporadas un gran éxito, sobre todo aquella espléndida primera parte que fue «Las manos», y que pudimos disfrutar en varios teatros vascos.

La última producción de esta pequeña sala madrileña viene levantando así mismo el entusiasmo de aquellos que la han visto. «Rebeldías posibles», que así se titula, se puede disfrutar hoy en la Kultur Etxea de Zizur Nagusia.

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