¿Puede un estado europeo «convivir» con un conflicto como el vasco para siempre?
Existe en el Estado español, cada vez más claramente y con mayor influencia, una corriente de opinión que tiene como principal baluarte al aparato histórico del PSOE. Se trata del sector capitaneado por un redimido y cada vez más insolente Alfonso Guerra e impulsado por el grupo Prisa, entre otros. Mientras la retórica oficial del actual Gobierno español y del Partido Popular confluyen en la idea de la «derrota del terrorismo» -que no hace sino esconder la perspectiva de una negociación con el mínimo «coste político» posible-, el principio básico de esa otra corriente es que el Estado español puede y debe aprender a «convivir» con el conflicto político vasco. En consecuencia, ese conflicto tiene que ser asumido, tanto por los núcleos de poder como por la ciudadanía, como un elemento más de la «normalidad» política estatal. Todos deben asumirlo, del mismo modo que asumen una debilidad macroeconómica estructural frente a terceros países o, por poner ejemplos más cotidianos, una muy mala entonación del inglés y unas pobres actuaciones de sus deportistas en los Juegos Olímpicos.
Lo realmente grave es que esa perspectiva implica, ante todo, la negación siquiera teórica de una salida negociada al conflicto vasco. Las opciones son «rendición, rendición o rendición». Asimismo, exige eliminar del ideario «socialista» cualquier planteamiento estratégico que conlleve una configuración del Estado en términos federalistas, republicanos o, simplemente, pluralistas.
Esa pretensión estratégica fue la bandera que llevó a Rodríguez Zapatero a la dirección del PSOE y la que marcó sus primeros pasos como jefe del Gobierno, con la salida de las tropas españolas de Irak o el Estatuto catalán -antes de ser «cepillado»- como referentes de ese posible giro. Esa pretensión es también la que generó expectativas entre la ciudadanía vasca de cara a un cambio de estrategia respecto al conflicto político. No sólo entre la ciudadanía, sino también entre los diferentes agentes políticos. Y generó esperanzas entre los más jóvenes y más veteranos de entre los socialistas del Estado.
Esa pretensión de un proyecto estratégico distinto al del franquismo es, asimismo, la que enfrentó a Zapatero con esos otros dirigentes de su partido que pintan canas, que tienen entre 40 y 60 años y que han progresado en el escalafón social al calor de los gobiernos de Felipe González o de sus rescoldos. Por supuesto, Guerra y los editorialistas de Prisa son unos de los estandartes de esa generación, por lo que no dudaron en considerar el estilo de Zapatero un peligro para sus respectivas y entrelazadas estructuras de poder: el partido y el grupo mediático afín. Desde este último se llegó incluso a menospreciar públicamente a Zapatero calificándole de advenedizo, mientras su periódico repartía estopa contra La Moncloa editorial sí y editorial también.
Finalmente, el aparato del partido se impuso a aquellos que vislumbraban otro posible plan de acción. Y Zapatero se rindió, no ante ETA, sino ante la inercia de su partido. Al poner a Guerra a «cepillar» el Estatuto catalán cedió el derecho a veto de quienes antes lo vetaron a él. Al poner a Rubalcaba al frente de Interior y del proceso de negociación abrió la puerta a los mismos contra los que ganó la Secretaría General del PSOE. De todos modos, la responsabilidad era de Zapatero y es a él a quien le toca asumir su fracaso. Al final, Zapatero ha acabado rogando a González, Guerra y Bono que lideren su campaña electoral. Así, lo que definíamos como corriente de opinión se convirtió, de nuevo, en dogma.
Aceptar el daño causado
Una de las bases de ese dogma es que el hipotético desarrollo de otro tipo de políticas y proyectos, no sólo para Euskal Herria sino para el propio Estado, conlleva indefectiblemente una aceptación del «daño causado». Es decir, implica aceptar que se podían haber hecho las cosas de otra manera y que el PSOE lleva al menos treinta años ahondando en un error de principio. Curiosamente, el aparato del PSOE coincide con el aparato del PNV en este punto. Imaz lo repitió una y otra vez: «En el período 1977-1980 la generación que nos precedió acertó».
¿Es realmente sostenible ese planteamiento?
En contra de lo que pueda sugerir el título que encabeza estas líneas, nadie sensato puede poner a estas alturas todas sus esperanzas en el marco europeo. Ni en el más inocente de los sueños alguien puede creer que la actual Unión Europea sea apenas nada más que un consorcio de estados entre los que existe un principio básico: la defensa del otro hasta el punto en el que los propios intereses entran en juego. Y muy poco más. Sin embargo, no podemos pensar que la situación a la que nos aboca esa perspectiva sólo nos afecta a nosotros. Esa idea es parte central del ideario de esa corriente unionista.
Evidentemente, centrados como estamos en las consecuencias directas que la involución política del Estado español está generando en nuestro pueblo, en lo apocado o interesado de la respuesta de algunos de nuestros connacionales, en las consecuencias sociales de cercenar una de las partes más dinámicas de nuestro país, en el sufrimiento generado... es difícil que alcemos la vista y miremos también a las consecuencias nefastas que esta dinámica está generando en el resto de estructuras implicadas. No es responsabilidad de los vascos solucionar los problemas estructurales de esos estados. Bastante tienen con impedir que les contagien sus problemas estructurales o se les impongan. Pero sí es responsabilidad de todos denunciar que no sólo están negando la salida al conflicto vasco; también están negando un futuro de estabilidad y normalidad a sus respectivos países y, con ellos, a estructuras como las de la UE.
Mienten Guerra y Rubalcaba cuando defienden que el Estado español puede «convivir» con el conflicto vasco. Mienten quienes piensan que un estado puede desarrollarse normalmente con leyes de excepción, cerca de 1.000 presos y refugiados políticos y decenas de organizaciones políticas ilegalizadas. Pero con ellos mienten -o se engañan- Zapatero, López, Chivite, Madina... Y, si hablara, también Eguiguren.