INSURGENTE Iñaki Errazkin 2008/3/8
Al margen de ETA
(...) Es curioso comprobar una y otra vez cómo las acciones de ETA nublan la capacidad neuromotriz del personal de las Españas, ya sea conservador, progresista o mediopensionista. Ante cada atentado afloran las pasiones, y la llamada mayoría silenciosa -la que debe su nombre a que calla (y otorga) masoquistamente ante los atropellos de toda índole a la que le somete el capitalismo los días pares y los días nones- se revuelve rugiente asumiendo las proposiciones que dirigen, exacerbándolos, sus emociones y sentimientos desde las redacciones de Falsimedia.
Sin embargo, nadie debería sorprenderse ante la inexorable lógica de ETA, que es, desde el punto de vista de las leyes vigentes en el reino borbónico, una organización delincuente. El origen de tanto despropósito intelectual lo explica, a mi juicio, el teorema formulado hace ochenta años por el sociólogo estadounidense William I. Thomas en su libro The child in America: Behavior problems and programs: «Si los individuos definen las situaciones como reales, éstas son reales en sus consecuencias». Mediante este axioma, Mr. Thomas puso negro sobre blanco la tendencia humana -demasiado humana- a dejarse pastorear y convertir en verdaderas las situaciones sociales que se suponen como tales, adecuando su conducta a esa quimera. Sólo desde esta óptica se puede comprender la obstinación ciudadana en caerse del nido cada vez que descubre y redescubre con ánimo atónito que la realidad virtual que le han vendido no coincide con la realidad a secas.
Así, el hecho de que una organización delincuente delinca, es algo lógico y coherente por definición. Por otra parte, todos los voluntarios, hombres y mujeres, que optaron, optan y optarán por alistarse en ETA, aceptaron, aceptan y aceptarán su calidad jurídica de delincuentes y la inherente posibilidad de ser capturados y castigados penalmente (a veces, incluso, extrajudicialmente y de forma expeditiva). Las reglas están claras.
Otra cosa es la necesidad que tenemos las personas de bien de exigir al Estado -cuyos gestores y correveidiles nos hacen luz de gas insistiendo en que comulguemos con su dignidad de democrático- que respete y cumpla su propia legalidad, la de las instituciones supranacionales y las que emanan de las cartas universales en las que aparece como firmante, velando por la escrupulosa observación de los derechos humanos y civiles, tanto individuales como colectivos. (...) No podemos ni debemos aceptar la falacia oficial que identifica la disidencia con el terrorismo.