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Joxean Agirre Agirre Sociólogo

El tren de las mil estaciones

Se acabó. Punto final a meses de «quítate tú que me pongo yo» y diatribas sin otro destinatario que los indecisos. El viernes se detuvo, abruptamente, la caravana circense de los partidos. Hoy, sobre el balance de resultados, y para no variar, sólo hay vencedores. Morder el polvo y componer el gesto es un tic reflejo de esta clase política acostumbrada a vender crecepelos milagrosos, buscando desde su carromato el fruto de una locuacidad ligada al éxito inmediato.

Hay quien nos lo ha envuelto en bellos ropajes con vehemencia de estadista, y quien, como el PNV, lo expresa con usurera precisión: «somos una empresa que tiene su sede social en Euskadi». La sonrisa histriónica de San Gil, un Patxi López escondido detrás de la «Z» de su patrón, la telegenia convulsiva de Uxue Barkos, la piromanía de un Madrazo erre que erre en retroceso o, qué pena da, Irazabalbeitia y sus performances casposas, buscaban un dividendo tangible. Cada cual el suyo, naturalmente, siempre atendiendo al fin empresarial: competir para ganar dinero; trincar un escaño que les permita manejar palancas de poder. Toque donde toque y, ahora, en las cámaras de un Reino en el que nuestra opinión cuenta menos que el lustre de los leones de la Carrera de San Jerónimo.

Todos han jurado llevar la defensa de nuestros derechos a Madrid, pero al ver a los candidatos de Aralar subiendo al tren que lleva a la capital española concluí que habían ideado, sin querer, claro está, la mejor metáfora posible para escenificar lo fútil del viaje. El tren de las mil paradas. El viaje circular que aparenta movimiento, pero que rota sobre un eje inamovible: la negación de la voluntad popular. Un tren que pasa por la periferia de sus dominios con maneras de viejo hidalgo castellano y blindaje de guerra. El tren que nos aplasta sobre la vía sin remisión ni oportunidad para una última finta.

A estas horas ya sabemos lo que el propio Rajoy conocía de antemano. El PSOE vuelve a ganar y elegirá maquinista, así como jefes de estación leales. Pérez Rubalcaba, Bono, Cebrián el de Prisa, los vampiros de la CEOE y hasta los torturadores de Intxaurrondo se arropan, gozosos, con cuatro años más de autoridad. Y Zapatero apunta con las cejas hacia la cúpula celestial, sabiendo que ese tren recorrerá el circuito previsto.

La abstención ha tenido el carácter y el valor del plante político, y en términos cuantitativos refleja el peso social y la arcada colectiva de la izquierda abertzale. Pese a todos los llamamientos, su electorado no ha cedido un metro ni al chantaje ni al carroñerismo. No se ha subido a este tren chú-chú de la democracia, pantomima grotesca que, de salida, priva de derechos a miles de ciudadanos, para detenerlos, atormentarlos y encarcelarlos de por vida con mayor eficacia y precisión. Ya que, como afirmaba Josu Jon Imaz, son «prescindibles». ¿Por qué no triturarlos de una vez? Pero esta vez ni el miedo ni la acientífica «ley de la utilidad» han engordado el botín electoral del PNV a su costa.

Esta mañana no tendrán que preocuparse en disparar contra un nuevo Josu Muguruza en Madrid. Ni queremos el tren, ni compramos billete para ese viaje a la nada. Para diseñar un marco democrático que haga transitable, entre otras, la vía hacia la independencia no necesitamos las maletas y el abono de RENFE. Sólo se precisa voluntad, convicciones democráticas y respetar la palabra de Euskal Herria. Oteando el futuro con valentía, repasando los apuntes del curso político anterior y soltando el lastre de las viejas tentaciones, todo es posible. De lo contrario, la conmoción constante y el sufrimiento jalonarán la ruta de un tren blindado condenado a descarrilar. Es hora de que Zapatero y sus apoyos pongan en valor su mayoría. Is time for peace?

Decía Ortega y Gasset ante la incapacidad española para vivir en democracia que «lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa». España ha quedado atrapada e incapaz para la existencia democrática en dos transiciones castradas de progresismo tras dos honestos intentos republicanos por modernizar el Estado y la sociedad: la que se inició con el pronunciamiento del general Martínez Campos en Sagunto -era el 29 de diciembre de 1874- y la que aconteció tras la muerte de Franco, el 20 de noviembre de 1975. No es retórico, ni mucho menos, conexionar estas dos estériles peripecias porque seguirán explicándonos a la vez y con suma claridad -claridad que tratan hoy de velar con el bloqueo y deformación de la memoria histórica- la desgraciada pervivencia del espíritu antidemocrático español ante cualquier posibilidad de abrir la ventana a la verdadera libertad política. Es conveniente, como quería Napoleón, «destapar alguna vez las tumbas para conversar con los muertos». Una vez establecida esa comunicación, resulta obligado recordar, a fin de escarbar en las raíces del presente, la definición que dio don Manuel Azaña de la criminal rebelión franquista en 1936: «Por muchos ropajes que aquella sublevación adoptase no dejaría de ser otra cosa que la alianza tradicional de curas y militares que luego acabarían creando un estado al que llamarían Reino, que se empeñó siempre en tenerse por un estado de derecho, cristiano y tradicional, no siendo más que una dictadura que negó siempre todos los derechos fundamentales». Afinemos: tras los curas y los militares han estado siempre unas fuerzas económicas que gobiernan sin urnas.

¿Dónde estamos, en definitiva? Pues en la vieja senda que abrió la Restauración canovista, con dos partidos que se turnan y que para mantener esta dinámica cierran el paso a fuerzas políticas que tratan de abrir el abanico de posibilidades de pensamiento y vida. Eso volvió a ocurrir ayer. Cada transición persiguió ese objetivo con verdadera tenacidad. La primera, la de Cánovas, enterró bajo toneladas de papeletas serviles la realidad del socialismo emergente en el siglo XIX, enturbió el nacionalismo periférico, persiguió con brutalidad al movimiento obrero y recargó de sangre el proceso independentista de Catalunya. Todo ello pudrió en cierne la posibilidad democrática y generó un clima de violencia que, tras la dictadura de Primo de Rivera, condujo al levantamiento que destruyó la II República. La segunda transición construyó un bipartidismo compuesto de socialismo apesebrado -ya podrido en sus alturas institucionales por la dictadura primorriverista- y derecha tradicional; bipartidismo que se encargó de criminalizar el pensamiento nacionalista, carcomer el sindicalismo estatal y reducir el horizonte democrático con el empleo de la violencia policial y la servidumbre de los tribunales. Ayer hubo nuevas elecciones tras excluir escandalosamente del marco constitucional a fuerzas democráticas que aspiran a la renovación política. El futuro, tras esa consulta, se encamina a un nuevo ciclo de violencias y rencores. A la llamada democracia española siempre la lastran dos temores: el temor a la presencia abierta de la calle y el temor a la descomposición del Estado como herramienta al servicio de unos intereses reducidos y excluyentes. Los socialistas fueron las víctimas más importantes de la Restauración; hoy son los victimarios de una democracia que rechaza integrar en el juego institucional a las fuerzas nacionalistas y a los movimientos sociales que luchan contra un sistema perversamente autocrático. Dos transiciones coronadas han llevado a esta situación en que la paz social fue imposible antes y está tornándose imposible ahora.

¿Análisis de las elecciones? Hagámoslo, quizá con una sola y necesaria pregunta: ¿por qué esa tendencia de los españoles a dejarse las alas en los cazamariposas?

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