Antonio Alvarez-Solís periodista
Carta abierta a dos monseñores
Antonio Alvarez-Solís se dirige en su carta, no exenta en ocasiones de ironía, al arzobispo emérito de Iruñea, Fernando Sebastián, y al arzobispo de Sevilla, Carlos Amigo, en respuesta a las declaraciones de ambos la pasada Semana Santa, en las que se referían a los cuidados paliativos a los enfermos terminales y a la eutanasia.
Mis respetados arzobispos: He leído con minuciosa atención sus declaraciones de Semana Santa acerca del dolor y la dignidad ante la muerte. Declaraciones que reverdecen el viejo y triste dolorismo español. Las de usted, monseñor Fernando Sebastián, y las de usted, monseñor Amigo, príncipe de la Iglesia católica, de quien beso la sagrada púrpura. Ambas me dejaron sumergido en una incómoda perplejidad. Quizá ello se deba a que soy un cristiano muy primitivo, poco dado a las altas filosofías de Roma y, en cambio, muy arrebatado por las actitudes y sencilla palabra del Galileo, aquel ser en quien Dios quiso hacer su sublime y total experiencia de hombre. Absuélvanme, pues, por lo que sigue a continuación, al menos en virtud del papel de intermediarios que largos siglos de Solio les han atribuido.
No soy yo quién, ni nada soy, para revisar sus credenciales, que tan solemnes sellos certifican. Pero creo, desde mi anonadamiento canónico, que no es lícito declarar, como usted, monseñor Sebastián, ha hecho al enfrentarse con la voluntaria muerte de la torturada señora francesa Chantal Sébire, que padecía la destrucción absoluta e irremediable de su ser humano, que «la muerte de Jesucristo en la cruz fue absolutamente digna a pesar de que no tuvo cuidados paliativos». Ironía infinita y cruel, monseñor. Ante todo quiero recordarle que la Iglesia a la que usted pertenece subraya, con referencia a esos gestos insignes, que las virtudes heroicas no son exigibles. Es más, personajes tan referenciales como Iñaki de Loyola llegan a decir -y cito de memoria debido a la urgencia de esta carta- que la enfermedad y su aparejado y seco dolor no son buenos para enfrentar siquiera la oración. La luminosa aventura en la cruz debe constituir esa excepcionalidad que nos llama a remediar, por el contrario y con los medios más benéficos, la terrible injuria de la destrucción en vida. Cristo padeció cruz para que nosotros no la sufriéramos. Convertir su dolor absoluto en una humana vía de tránsito equivale a liberar de la necesaria corrección a quienes nos infligen tantos y terribles dolores, empezando por la naturaleza cuando toma caminos perversos. Que nos hayan expulsado del paraíso, como sigue haciéndose todos los días en la tierra, pase, ya que la justicia no parece el don gratuito y noble de nuestra existencia; pero que además hayamos de aceptarlo como algo engrandecedor de la dignidad humana me parece confundir la virtud con un trivial espectáculo.
Siempre recuerdo con devoción, y perdóneme usted la excursión evangélica, el momento en que Cristo azotó a los banqueros que sitiaban el templo. No hubo catequística resignación en Cristo ante la demasía de los ricos, sino que oró con el cíngulo convertido en látigo. Sabía el excelso Galileo que la doctrina de padecer el dolor como un triunfo -y subyacía al suceso un terrible dolor social- era insidia ideada por aquellos a los que no duele absolutamente nada. Los demás siempre hemos de aceptar la muerte, incluso voluntaria, como la puerta que nos permite acceder a la plenitud tras la batalla perdida.
En fin, parece, monseñor Sebastián, que los de infantería no queremos destruirnos sin fin, en una insufrible e inacabable experiencia, para que sobre nuestros maltratados huesos se construya un banco, un cuartel o un templo. Y no se trata de que tengamos afición a morir, ni mucho menos, sino que se trata de rematar el camino de la vida con la sensación de que sufrir sin remedio y hacer sufrir a los que nos rodean es un invento muy propio de los expertos de estado mayor, que siempre tienen un asistente que les abrillante las botas y un mapa para sumergirnos en el cieno. Incluso le diré algo más, desde esta modesta cabeza que he habilitado para poco más que para situar la boina: pienso a veces si no es mejor llegar a Cristo lo más presentable posible y con la ofrenda de nuestra difícil libertad en la mano. Soy creyente, monseñor Sebastián, soy un marxista cristiano y por ello estimo que vivir es hacerlo en condiciones para los demás y con honor a uno mismo. Si peco haré peregrinación con garbanzos en los zapatos, pero garbanzos cocidos.
En cuanto a usted, monseñor Amigo, sólo un apunte, con el ruego de que me ilustre si marro tanto, sobre este párrafo que dedica a la decisión voluntaria para morir dignamente ante un padecimiento sin esperanza de remedio: «¿No será mejor investigar todo lo posible para que no haya personas con este tipo de enfermedad? Dirán que esto es utopía o salirse por la tangente. No, lo digo convencido. No se trata de ir contra nada, sino a favor de la persona para que no se encuentre en situación tan desesperada que desee la muerte de esta manera». Pues mire usted, eminencia: a mí la frase me suena un poco a salirse por la tangente. Hablemos de lobo a capuchino. Es absolutamente cierto que es mejor investigar que cercenar la vida ante lo imposible. Pero tal aserto es válido en un horizonte genérico, como hipótesis de trabajo para dar con caminos más despejados; mas ante la realidad que apremia y destruye no cabe hablar de perfecciones futuras sino de remedios prontos y accesibles. La historia general es una película en que cada actor vive su plano y su momento. Y ese momento debe considerarse como transitable de alguna forma. Sé la buena fe desde la que usted habla, aunque un famoso predicador dijo elegíacamente que el infierno está empedrado con coronas de santos, pero me parece detestable que desde todos los poderes se nos remita siempre a un futuro trashumano sin dolor mientras nos atizan en la coronilla. Cristo se sublevaba muy enérgicamente contra esta tesis que culmina con la promesa escatológica de una gloria celestial en que todos seremos felices, incluso aunque a uno le toque al lado el rey David dándole eternamente al arpa. El reino de Dios empieza aquí y ahora, que es lo que nos vino a decir Cristo, a no ser que ustedes, los obispos, tengan noticia más fiable de otra cosa. Y en ese reino de Dios, del que nos avisan tantos teólogos que escriben con la tinta de la libertad, el sufrimiento ha de ser combatido como vía de perfección, aunque sea con la muerte. Hablo del sufrimiento llevado a los extremos de la Sra. Chantal Sébire, cuando la intención de dignidad perece en la desesperación, que es lo que pierde al ser humano. Evitemos estas desesperaciones y demos a cada cual vía franca para elegir su senda suprahumana, si es creyente, o para cerrar la espantosa puerta a la indigndad que conlleva la roa del padecimiento. A mí me asustan mucho los heroísmos sin sentido, incluso los que se solicitan con lenguaje religioso. Tras esos heroísmos que se ensalzan con retórica sospechosa o huera siempre hay alguien que está esperando con la hucha. Sé, monseñor, de su nobleza de pensamiento y que cuanto digo no puede descalzarle de uno solo de sus zapatos, pero yo tengo mi palabra de cristiano, aunque sea del zelote Pedro, que quiso evitar el dolor sagrado de Cristo desorejando a un servidor de Caifás. Por cierto, y ya que estamos en ello, hay algo que me subyuga en Cristo: su abstención en la condena de la violencia y su decidida vocación, que le llevó a la cruz, para impedirla. Dijo aquello de la primera piedra. ¡Magnífico! Mas creo que estoy desviándome del marco procesional en que ustedes, moseñores, alumbraron lo que comento. Y no es bueno dejarse llevar por el refrán de que uno va por atún y a ver al duque.
Punto final. Creo que también habló de este asunto del dolor y la muerte digna el cardenal Rouco. Me gustaría repasar esta homilía, pese a que el cardenal Rouco siempre me ha parecido algo saduceo. Mas una página de periódico da de sí lo que da y es imposible estirarla para envolver todos los panes y todos los peces con que Cristo trató de remediar la dolorida hambre en quienes le escuchaban.