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Mikel Arizaleta Traductor

Atxulo

El corolario que nos presentan Atxulo desde la silla de ruedas, mirando a la muerte con el vaso de chacolí en la mano, y Alfonso desde el gran hueco de Eva es que la muerte está ahí, pero la dignidad y la hombría uno las gana a pulso en la vida

Al asomarse uno a los 60 la cosa se torna más gris, si cabe. Los agujeros de muerte se le vuelven a uno más prietos y cercanos. Amigos, conocidos... que fueron ayer y hoy ya no están. Si antes Martín Heidegger definía a la persona como «un ser para la muerte», a estas alturas nos dirigimos a ella a trote gorrinero. Xabier Atxulo, con su cáncer en el cuerpo, se va despidiendo de la vida en las calles de Bilbo con un chacolí en la mano en una silla de ruedas empujada por su Miren del alma, al tiempo que indaga sobre la vida de un viejo gudari, preso en el campo de concentración de las Escuelas de Unamuno de Madrid, un viejo gudari, que fue su aita, Jesús Larreategi. Atxulo es un pura sangre con un bigote rubio ya rendido sobre la boca y a punto de decirnos agur.

El cáncer es un agente secreto de la muerte, que a veces te cita y te hace pasarlas canutas tras eternas sesiones de quimioterapia, una cita inesperada surgida del polvo del camino y del adiós, sombra gorda del viajero. Alfonso Sastre en «La batalla de los intelectuales» nos recuerda aquel diálogo de Friedrich Nietzsche entre el viajero y su sombra:

La sombra.- Hace mucho tiempo que no te oigo hablar; ahora te ofrezco la ocasión para que rompas ese silencio tuyo.

El viajero.- ¿Quién habla así? ¿Dónde estás? Es como si me oyera hablar a mí mismo, sólo que con una voz más débil que la mía.

La sombra.- ¿No te alegras de tener una ocasión de hablar?

El viajero.- Sí, pero...

A estas alturas éste parece ser un diálogo inaplazable, que nos presenta esa sombra de muerte, agrandada ahora en nuestra vida. Pero fuera dramas de ombligo y de no sé qué. Porque morimos como todo bicho viviente, tripa arriba, como el elefante de la selva, el perro casero del vecino o la becada de los ribazos. Un buen día la vida se acaba y uno dice agur. Luego polvo. «Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando; y se quedará mi huerto, con su verde árbol, y con su pozo blanco. Todas las tardes, el cielo será azul y plácido; y tocarán, como esta tarde están tocando, las campanas del campanario», escribió Juan Ramón Jiménez. Toda parida termina en muerte.

También hace tiempo que los abertzales descubrieron un tumor maligno en Txema Montero. El resultado de su tratamiento lo vertió en febrero en una entrevista en «El Correo» de Vocento. Son varios los que viniendo de la izquierda, tras procesos de quimio, se han asentado sobre una columna en Vocento. Kepa Aulestia y Xabier Gurrtxaga son dos de ellos. En «La batalla de los intelectuales» (Hiru), en el diálogo entre la sombra y Sastre ante la afirmación de éste: o comunismo o barbarie, nos recuerda la sombra: «Una barbarie apadrinada hoy, además de por una intelligentsia de siempre, por una multitud de intelectuales, que se han desplazado desde la izquierda (más o menos izquierda) a la derecha con todos sus bagajes, como lo hicieron aquellos ridículos maoístas franceses del mayo del 68, luego `nuevos filósofos' y ahora decididos apóstoles de la derecha más rancia. Casos equivalentes a otros muchos como lo fueron, en su momento, los de Ramiro de Maeztu, del anarquismo a la mística de la Hispanidad; o el de Ramón Gómez de la Serna, que acabó haciendo greguerías para el diario falangista «Arriba»; o el de Azorín, que llamó `camarada director' al de este diario, y terminó una carta (que nosotros leímos) con un rotundo ¡Arriba España!; o del filósofo Ortega y Gasset, que cuando volvió a Madrid en los años cuarenta, dio una conferencia en el Ateneo (ocupado como todo por el Régimen), en la que dijo, para empezar, que por fin España tenía suerte, refiriéndose al franquismo, naturalmente... Más próximos nos son otros casos, como el de Jorge Semprún, alto dirigente comunista y estalinista notorio en su juventud, y después ministro en un gobierno del socialdemócrata Felipe González; o tan curioso como el de Fernando Savater, que se decía anarquista y hoy está, sonriente, en las filas de la derecha más patriótica y cañí... Tiempo de canallas, en el que, por cierto, hoy seguimos».

Nunca la vida y la dignidad de nadie fue fácil, ni antes ni ahora. Rastreando la historia encontramos desde antaño cambios de chaqueta, pantalones rojos desteñidos e imposturas, siervos de sus señores y buenos vasallos. El profesor Michael Zweig dice del gobierno de USA: «Este Gobierno trata a sus soldados del mismo modo que la mayoría de grandes empresas trata a su fuerza de trabajo: como un medio invisible, despreciado y desechable para conseguir un fin que va en contra de los intereses de los trabajadores. Los miembros de las Fuerzas Armadas provienen en su mayor parte y de manera desproporcionada de la clase trabajadora y de zonas rurales y pequeñas ciudades de Estados Unidos, en las que las oportunidades no abundan. El reclutamiento económico permite, en efecto, incorporar a filas a jóvenes de estas comunidades movidos por su deseo de conseguir la capacitación profesional, la experiencia y las oportunidades educativas que no tienen en su vida civil». Algo que lo mismo podemos ver entre las fuerzas armadas del Gobierno español. La misma experiencia que padecieron, por ejemplo, los cruzados a tierra santa en la Edad Media.

Alfonso Sastre nos ofreció en la biblioteca de Bidebarrieta el martes pasado una reflexión brillante sobre el teatro rojo en nuestros días, sobre la persona y su sombra y, sobre todo, sobre la dignidad de un escritor en nuestro tiempo, aunque para ello subiera los tres escalones apoyado en su bastón y en el hombro del fornido Carlos Gil. El corolario que nos presentan Atxulo desde la silla de ruedas, mirando a la muerte con el vaso de chacolí en la mano, y Alfonso desde el gran hueco de Eva es que la muerte está ahí, se presenta inevitable, pero la dignidad y la hombría uno las gana a pulso en la vida, aunque se le caiga a uno el bigote rubio sobre la boca o le ignoren en Vocento.

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