Paradise, Now. Apocalypse, Now.
Josu MONTERO Periodista y escritor
Que por Mayo, era por Mayo, cuando hace el calor...». Pues sí. Después de ese ensimismamiento que todo experimenta durante el introvertido invierno, llega mayo y nos vuelca al ancho mundo. Pura intemperie de la venturosa realidad. Habría que mirarlo. Qué es lo que tuvo de psicoclimatológico el Mayo del 68. De lo que sí tuvo, y mucho, fue de catarsis. «Algo ha salido de vosotros que extraña, que atropella, que reniega de todo lo que ha hecho que nuestra sociedad sea lo que actualmente es. Es lo que yo llamaría la extensión del campo de lo posible». Estas palabras de Sartre -también dramaturgo- a los estudiantes de las barricadas parisinas define perfectamente aquel Mayo. ¡Extender el campo de lo posible! Es obvio el fracaso. El poder se reapropió de lo más pedestre de aquel desesperado llamamiento al deseo y a la imaginación, elementos que desde entonces cumplen un papel esencial en nuestro sometimiento al capitalismo. Aquella catarsis terminó como tragedia en México o Praga; lo de París resultó más bien una sátira. La industria cultural y del ocio nace directamente allí.
El caso es que Jean Genet, el gran proscrito, se sumó entusiasta a la fiesta callejera y planeó ni más ni menos que tomar La Academia. Y que Fernando Arrabal participó exaltado en la liberación del Colegio de España. Y que los miembros del Living Theatre liberaron el Gran Teatro del Odeón convirtiéndolo en un abierto foro de discusión. Creada en 1947, la compañía americana se convirtió en un colectivo anarco-pacifista de acción político-artística. El maccarthysmo fue dura piedra de toque para el activismo del grupo, que, acosado y encarcelado, terminó por exiliarse en Europa en 1964.
Aquí, tras hacer a Genet y a Brecht optaron por las creaciones propias y colectivas. La obra que preparaban para el Festival de Avignon de 1968 era su legendaria «Paradise, Now», pieza paradigmática de aquel tiempo de cerezas. La guerrilla poética de Julian Beck y Judith Malina tomó el Odeón: en la nueva sociedad que parecía estar asomando, la revolución debía ser un estado permanente, y el teatro, un ágora de discusión política.
El Living Theatre dejó tirado aquel año al Festival de Avignon: «Dejamos el festival porque ha llegado el momento de negarnos a servir a los que pretenden que el conocimiento y el poder del arte pertenezcan solamente a los que pueden pagarlo, los mismos que desean mantener al pueblo en la oscuridad, aquellos que trabajan para que el poder permanezca en las elites y desean controlar la vida del artista y la de todos los demás hombres».
Tras actuar en psiquiátricos, teatros, calles, favelas o prisiones, el Living Theatre terminó en Brasil con algunos de sus miembros encarcelados, acusados de subversión. «Hallar el ser, no el morir. Y hasta que no lo logremos, la revolución no tendrá lugar», escribió el director del Living, Julian Beck, en su «Canciones de la Revolución». Cuarenta años después es como si el Living Theatre no hubiera existido jamás, como si se lo hubiera tragado la tierra. Comenzaba con unos versos del famoso «Romance del Prisionero»; ¿recuerdan el desenlace? A la avecilla que cantaba al albor se la cargó un ballestero: Déle Dios mal galardón.