Pablo Antoñana escritor
Sartaguda
A raíz de la próxima inauguración del Parque de la Memoria en Sartaguda -también conocido como «el pueblo de las viudas»- para honrar a los fusilados en la guerra de 1936, Antoñana retoma recuerdos de su niñez y pensamientos de su edad adulta para denunciar la tentación o, mejor dicho, la imposición del olvido.
Próximo, el día 10 de los corrientes, a la inauguración del Parque de la Memoria en Sartaguda, a la orilla del Ebro que ciñe la tierra baja de Nafarroa, me siento obligado a dedicarle este escrito. En el panel de hierro, para que ni el viento, el sol ni la lluvia lo maltraten, figuran los nombres de los tres mil trescientos fusilados, asesinados sin juicio, que murieron en un campo que no fue de batalla y sí de insurrección. Recuerda en algo a las listas de judíos del holocausto, rescatados del olvido, que vi en Praga. Es que Nafarroa también tuvo su holocausto en una guerra que fue un horror y un grandísimo error.
Escribo con dolor y vergüenza, como si debiera sentirla tan sólo por haber sido testigo, con nueve años, del espectáculo siniestro de la gran matanza el año de 1936 y lo que vino después. De aquello guardo recuerdo sin mucha limpieza, algo atropellado, que punza la herida que como llaga incurable sigue todavía. Ojalá fuese sueño soñado en mala noche lo ocurrido por esos días, y vivo en la duda de si soy inocente, si soy culpable, o si solamente testigo malherido. No puedo arrojar de mí lo tremendo, lo atroz, lo inexplicable que dejó aquel tiempo y que algunos se han empeñado no sólo en darle sentido al horror diseñado casi científicamente, sino incluso en justificarlo. Y hasta fue bendecido. Y los libros escolares que fueron construyendo nuestra conciencia, al leerlos hoy día, no nos dejarán mentir. Las «escuadras de la muerte», exterminadoras con furia y saña, la calavera pirata en su estandarte convirtieron esta tierra en campo de caza, la veda levantada, y el cura subido a una silla en la esquina de la Plaza del Castillo dio licencia para matar, como en el Oeste americano: «a partir de este momento queda abolido el quinto mandamiento». Otro párroco, desde el balcón del Ayuntamiento, invitaba a los fervorosos, a sus oyentes: «como escrito está en los Evangelios hay que separar la manzana podrida de la sana». Más citas parecidas podrían ponerse aquí, pero poco o nada añadirían a lo ya sabido.
Luego vino el miedo como herramienta depuradora, las conversaciones omitidas, que no se enteren, en cocinas y cafés, el silencio, que nadie sepa, la animadversión, el sambenito de «zurdo», es decir apestado, para una generación.
Quienes organizaron la masacre o pudieron evitarla y no lo hicieron, o sus hijos, guardaron silencio, guardan, callaron, callan, y ahora dicen «hay que olvidar».
Pero «olvidar es una equivocación» (Juan Gelman), «no hay que remover las cenizas». Claro que no hay que olvidar, hay que rescatar la memoria, y para ello es necesario contar con limpieza en los libros escolares cuanto pasó en los dos bandos, con la desnudez fría de los hechos, con el repaso de los errores cometidos, aquí y allá. Pero que se estudie en las escuelas, que deje de ser materia de especialistas e historiadores, que ya han escrito cientos o miles de libros sobre el 36. Que sepan las gentes de hoy para que no se repita, pero parece que eso de que «hay que olvidar» sólo se le pide a una parte; por cierto, la que mas ultraje y vejación padeció, y no a la otra, que en nombre de Dios y de España se dedicó a la brutal «limpieza» para la instauración de un orden nuevo que convirtió en súbditos a los ciudadanos que habían votado con libertad en el mes de febrero. Y, a lo que veo, vienen tiempos en que se repiten viejas voces de rencor sin que nadie busque cordura ni remedio al vocerío, y es que, si el deseo de reconciliación verdadera no se atiende, volveremos a las mismas, y si es así que Dios nos coja confesados.
Guardo los recuerdos del fin de la guerra, la del 36, la de siempre en esta tierra de guerras feroces y cruentas, tierra asolada por botas de soldado desde antiguo, sangre y fuego, que se repetían como en infernal ciclo y todas tenían la misma brutal crueldad. Sabíamos de relatos con el pormenor algo desvaído por el castigo del tiempo, de la francesada, de la primera carlista, de la segunda. Ahora, esta tercera carlista, que sin duda estuvo así contemplada con intención por los sublevados en Nafarroa, se nos ofrecía en carne viva. Y lo que vino después, la persecución, el relato transmitido de boca a oído, con sigilo y miedo, entre gentes afines, como si contasen fantásticas historias de horror, pero eran las que cualquier narrador recogió de la boca del protagonista. Con todas ellas reunidas podría escribirse una larga serie de libros cuya lectura podría pensarse increíble, escrita por un alucinado escapado del manicomio.
Entre las guerras contadas por los más ancianos de la localidad, la del 36 tenía un fin macabro. En la segunda carlista los soldados del ejército derrotado de Don Carlos entregaron las armas y, todavía vestidos con el pintoresco atuendo, confraternizaron con el ejército vencedor por las tabernas de la Rochapea y las calles que dan al portal de Francia, a la espera de ser remitidos a sus pueblos de origen. Hasta los oficiales derrotados pasaron a ser oficiales del escalafón de los vencedores. Qué distinto. En la del 36 hubo, según el historiador inglés Preston, 130.000 muertos en la represión de Franco, cuando en el haber de Pinochet, otro genocida, sólo cuenta 3.000. La represión duró cuarenta años y presionó tanto al cuerpo como al alma que sus efectos se notan aún y, repitiendo las palabras de un abuelo antes de morir, que copio, «toda la vida luchando contra el fascismo, y hoy cada vez hay mas fascistas». Si ahora volviese el general a visitarnos, podría comprobar que lo dejó todo «atado y bien atado», y que configuró, con la horma del terror, la postergación y el miedo la sociedad en que vivimos. Un éxito, fruto del paciente trabajo de su férrea disciplina.
Yahora, el 10 de mayo, en Sartaguda habrá reparación, aunque tardía, y homenaje a quienes fueron sacados, casi siempre de noche, camino de la muerte por arma de fuego, y a la vez habrá consuelo para quienes padecieron la mancha de la infamia y el trato vejatorio. A pesar de todo, de la incomprensión, los estorbos y obstrucciones de algunas instituciones obligadas, el Parque de la Memoria, pequeño, humilde, recogido, se alza ya a la espera de ser inaugurado. Quizá sea caso único en el Estado español, y sudor y esfuerzo costó llegar a erigir este pequeño ámbito, con árboles justo plantados, los setos aún frágiles, todo nuevo, los bancos, el hierro sin óxido, la hierba entreclara.
Sartaguda, por si no lo saben, digo que es villa ubicada en la tierra más sur de Euskal Herria. Tierras feraces, entre secarral pelado, embebidas por las aguas del Ebro salpicadas de pueblos grandes en los que se cebaron a placer los «gatilleros», polvo, sol, sed, amos, condes y duques que se fueron, jornaleros sin tierra exigiendo justicia desde siglos, el corazón en la mano, grito, aspaviento, al pan pan y al vino vino, extroversión, autobiografías contadas a la llana, gente de pelo en pecho, buena gente, mi gente. Muchos de los que quisieron enmendar sus destino figuran hoy inscritos en el panel de hierro del Parque. Siento en el alma que no figure con ellos tío Jesús, maestro nacional, de mi sangre y apellido fusilado en agosto de 1936.