Carlo Frabetti Escritor y matemático
El deber de la información
Se habla mucho del derecho a la información, pero a menudo nos olvidamos de que estar informado es también un deber. Y en un momento en que los grandes medios de comunicación no son en absoluto fiables, puesto que manipulan y tergiversan sistemáticamente las noticias (cuando no mienten abiertamente) en función de los intereses de sus propietarios, tenemos el deber de informarnos en los medios alternativos, así como de contribuir a la difusión de la información veraz y del pensamiento crítico. Lo cual, por suerte, cada vez es más fácil y está al alcance de más personas.
Los principales y más asequibles medios de información alternativos son los periódicos digitales (como «Insurgente», «La Haine», «Nodo 50», «Rebelión», etc.); pero tampoco es difícil acceder a emisoras de radio y televisión que, desde dentro y fuera del propio país, ofrecen una visión del mundo distinta de la que intentan imponernos los poderes establecidos. En un momento en el que, a escala mundial, la dominación se ejerce tanto con las armas como con el lenguaje (verbal e icónico), buscar, generar y difundir una alternativa al discurso dominante es un inexcusable deber democrático.
Muchas personas todavía se rasgan las vestiduras ante la indiferencia del pueblo alemán durante el nazismo. ¿Por qué no se las rasgan ante su propia indiferencia? El Gobierno del PP apoyó directamente la invasión de Irak basándose en mentiras tan flagrantes como las difundidas en su día por los nazis, y no sólo no están en la cárcel Aznar y sus colaboradores, sino que en las últimas elecciones el PP ha obtenido más de diez millones de votos. ¿Son mejores los españoles que siguen votando al PP después de la invasión de Irak que los alemanes que siguieron apoyando a Hitler tras la invasión de Polonia? En la península hay varias bases militares estadounidenses funcionando a pleno rendimiento (algunas incluso en proceso de ampliación), y hay tropas españolas en Líbano y Afganistán, lo que significa que el Gobierno español está colaborando activamente con el eje Washington-Tel Aviv, es decir, con el fascismo del siglo XXI. Quienes aceptan esta política ¿son mejores que quienes aceptaron a Hitler, a Mussolini o a Franco? Quienes llaman a esto democracia ¿son mejores que quienes llamaban «democracia orgánica» a la dictadura franquista?
No es casual que Hitler encargara la coordinación de la «guerra total», la «solución final», a Goebbels, su ministro de propaganda, el hombre que decía que una mentira repetida muchas veces se convierte en una verdad, mientras que una verdad que nadie dice deja de existir. Evidentemente, no fueron los nazis los primeros en utilizar los medios de comunicación como instrumento político, y tampoco fueron los primeros que intentaron exterminar a todo un pueblo; pero ellos abordaron ambas tareas con una frialdad y un rigor «científico» que crearía escuela. Y sólo los necios y los fariseos pueden rasgarse las vestiduras ante la pasiva complicidad del pueblo alemán con los horrores del nazismo, pues en los años treinta y cuarenta la información fluía de una forma mucho más lenta y era mucho más controlable por el poder que en la actualidad, por lo que quienes ahora buscan en la ignorancia una coartada son tanto o más culpables que quienes lo hicieron entonces.
El punto culminante de la manipulación mediática se alcanzó a principios de los noventa, a raíz de la mal llamada «Guerra del Golfo». Como ha mostrado Michel Collon en su imprescindible libro «Ojo con los media» y en varios documentales sobre los conflictos del Golfo y de los Balcanes, en la última década del siglo pasado asistimos a la construcción sistemática y minuciosa, por parte de los grandes medios al servicio del poder, de una seudorrealidad mediática que intentó (y en buena medida lo consiguió) suplantar a la realidad objetiva. La famosa emisión radiofónica de Orson Welles, en 1938, sobre una supuesta invasión de los marcianos inspirada en «La guerra de los mundos» de H. G. Wells, podría considerarse un precedente de esta construcción mediática de otra guerra fabulada; sólo que en los años treinta se trató de una broma local rápidamente desmentida, y en los noventa de un colosal fraude informativo a escala planetaria cuyos efectos en parte aún perduran.
Pero sólo en parte, por suerte, pues aquel punto culminante fue también un punto de inflexión. No es casual que los medios alternativos empezaran a proliferar y a consolidarse a raíz de -y como reacción contra- la mayor manipulación mediática de todos los tiempos; en consecuencia, la campaña de mentiras y omisiones orquestada por Washington tras el 11-S, y respaldada por la mayoría de los grandes medios, ha encontrado en unas movilizaciones sociales cada vez más amplias y en unos medios alternativos cada vez más eficaces una contraofensiva fuerte y con vocación de continuidad.
Según el discurso oficial, que los grandes medios repiten a todas horas con la misma insistencia con que repiten los eslóganes publicitarios (y por las mismas razones), las supuestas democracias occidentales se enfrentan al «terrorismo islámico»; y, a escala local, la supuesta democracia española se enfrenta al «terrorismo» de ETA. Lo cierto, tanto a escala mundial como local, es que el terrorismo judeocristiano, el terrorismo de Estado (sin comillas), genera una violencia disidente cuyas acciones concretas son a menudo lamentables, pero cuya existencia es un mero epifenómeno de la violencia institucional. Hay que repetirlo con la misma insistencia con que el poder repite sus mentiras; también en eso consiste el deber de la información.