Jesus Valencia Educador Social
Marulanda, el maestro
¿Qué interés tiene la muerte de un guerrillero octogenario para una sociedad instalada en el confort consumista? Sus andanzas no cuadran con nuestros itinerarios turísticos; sus caldos de papa nada tienen que ver con nuestros pantagruélicos calderetes. Así y todo, considero un privilegio la contemporaneidad con un hombre de esa categoría política y humana
Los últimos días de mayo nos trajeron la triste noticia de que Marulanda había muerto. ¿Qué interés puede tener la muerte de un guerrillero casi octogenario para una sociedad instalada en el confort consumista? Sus ires y venires por los barrizales colombianos no cuadran con nuestros itinerarios turísticos; sus frugales caldos de papa nada tienen que ver con los pantagruélicos calderetes de nuestras romerías; sus toscas vestimentas de campaña chocan con las espectaculares pasarelas en que se han convertido nuestras profusas fiestas de «primera comunión». Así y todo, considero un privilegio la contemporaneidad con un hombre de semejante categoría política y humana.
Mil veces maldito para oligarcas, explotadores y vendepatrias; mil veces reconocido por las gentes humildes y por luchadores honrados. Cambió completamente su vida allá por el año 1948, cuando abandonó su pueblo para dirigirse a la universidad más competente que imaginarse pueda: la de la justicia. Entre los muchos caminos que se le abrían, eligió la empinada vereda de los explotados y en ella se perdió. Fue aprendiendo de ellos y con ellos las enseñanzas más sustanciales de la sabiduría humana: la evidencia de la opresión, la posibilidad de la insurrección y la necesidad de la organización. Aunque fantasma perdido en la jungla, dejaba constancia acá y allá de su lucha libertaria; era evidente que Marulanda y su proyecto revolucionario iban madurando y creciendo. El enfrentarse al Ejército de la oligarquía le permitió afinar sus análisis sobre la lucha de clases, agudizar sus estrategias siempre pegadas a la realidad y desarrollar sus capacidades pedagógicas.
Fue el pueblo humilde -el mejor tribunal académico en esta rama- quien le concedió el título de doctor y maestro. Entendió que Marulanda cumplía los requisitos de la pedagogía popular. Hacía de sus largos silencios un instrumento de comunicación interactiva; escuchando atentamente al pueblo era capaz de captar sus necesidades, sus temores y también sus esperanzas. Exponía sus razonamientos y análisis con palabras sencillas y lenguaje llano, de tal forma que hasta los campesinos menos ilustrados de las montañas le entendían. Pero sus disertaciones más elocuentes y comprensibles eran los hechos. La austeridad de su vida, la honestidad de sus conductas, la sencillez en el ejercicio de sus arriesgados compromisos lo convirtieron, para el campesinado oprimido, en obligado referente. Desarrolló la pedagogía de la vida cotidiana caminando y haciendo camino con todos los que se iban incorporando a la insurgencia. Maestro en el sentido pleno de la palabra, aprendía enseñando y enseñaba aprendiendo. El suyo no era un trabajo academicista; ilustraba mentes, creaba conciencia, descubría potencialidades, contagiaba seguridad y estimulaba compromisos.
La humanidad pierde un hombre íntegro pero gana un modelo de pedagogía revolucionaria que no debiera ignorar: «En lugar de escribir manifiestos grandilocuentes y adoptar poses fotogénicas -como muy bien lo ha descrito el sociólogo Petras- prefería la pedagogía popular de los desheredados, estable y poco romántica, pero sumamente eficaz».