Víctor Moreno escritor y profesor
Cosas presuntas de la radio
El comentario radiofónico de un filólogo llama la atención del autor sobre el excesivo y desfigurado celo con el que utilizan algunos medios de comunicación el término «presunto» en el ámbito penal. Les reclama similar precaución y espíritu crítico en otros espacios en los que no dudan en dar por cierto lo que no siempre lo es. Y pone por ejemplo el campo editorial, hasta el punto de calificar a algún novelista de «presunto escritor».
Escucho en la radio a un filólogo. Lamenta lo mal que se habla en los medios de comunicación. Todos asienten, incluido el conductor del programa, periodista de postín mediático. Éste debe de pensar que dicha denuncia se refiere a los otros medios, no al suyo, y, menos aún, a su omnipresente locuacidad.
El lingüista se detiene en la cantidad de lugares comunes y frases hechas que el periodismo actual repite una y otra vez, como si se tratara de una fatalidad, y a la que hay que rendir vasallaje sin oponer resistencia alguna. Todas las épocas han padecido esta plaga y ésta no tiene por qué ser menos, parece ser la consigna. Sobre todo, cuando es notorio que el vocabulario de las personas ha descendido de un modo exponencial. El filólogo se pone transcendental y suelta que, con cada palabra que se pierde, se pierde un concepto. Nadie le replica.
Para ejemplificar el deterioro lingüístico ambiental, el filólogo observa la palabra presunto. Según su pormenorizada colección de clichés verbales, don Presunto ocupa un lugar privilegiado en el escalafón de las desdichas del mal hablar.
Intentando categorizar su intervención, me digo que, desde hace unas décadas, si en algo se ha convertido la ciudadanía es en realidad presunta. Nada nuevo, pues ya decía Chesterton en su tiempo que «todo el mundo moderno se basa en la presunción».
Todos somos presuntos de algo. Bueno o malo será el acomodaticio contexto o la circunstancia quien lo aclare. Esta esquizofrénica situación quizás sea consecuencia del Estado de Derecho actual, que ve en las personas presuntos delincuentes; o, tal vez, efecto de la exagerada presunción de inocencia en que se basa nuestro complaciente, es un decir, sistema penal. O, a lo mejor, radique en el miedo que tenemos a los jueces, quienes, como dueños absolutos de los hechos y de las palabras, deciden definitivamente lo que es cada uno en la tragicomedia de la vida.
Todo son presuntos insultos, presuntos malos tratos, presuntos acosos, presuntos agravios y, naturalmente, presuntas palizas impartidas por un presunto agresor.
Como se sabe, presunto es el participio irregular de presumir, que significa «sospechar, juzgar o conjeturar una cosa para tener indicios o señales para ello». Lo habitual es que si uno pone una denuncia por malos tratos no declare que sospecha que le han apaleado, sino que lo relata como un hecho seguro. Su acusación no es por presuntos malos tratos como se informa erróneamente. No hay, pues, denuncias por supuestos malos tratos, ni acusados de presuntos maltratos. Otra cosa es que los jueces califiquen los hechos de probados o supuestos; y al acusado, en principio, como presunto autor de la acción denunciada.
Mosquea que presunto solo se aplique al ámbito de la delincuencia, más o menos vulgar, cuando es muy probable que bien pudiera utilizarse para certificar el estatus y la actividad de distintas personas de índole superior y respectivos hechos cotidianos.
Por ejemplo, no entiendo por qué no se empieza a decir también que «Muñoz Molina, presunto escritor, acaba de publicar una presunta novela».
La presunción sólo afecta a quienes cometen una gorda con su prójimo. Y son presuntos hasta que el juez dictamina que son reales ejecutores. Resulta patético. Un padre da a su hijo una paliza, y no tardará el periodista de turno en asegurarnos que un presunto padre ha dado una presunta paliza a su hijo (¿presunto, también?).
El filólogo se esfuerza en convencer al auditorio que lo mejor para la lengua sería que la palabra presunto no se utilizara en ninguna situación, fuera delictiva o no. Los presuntos tertulianos radiofónicos asienten.
Y, ya con el filólogo enmudecido, llegan las noticias. Una voz atiplada dice que un hombre ha violado a una joven, y, a continuación, pasándose por el forro de su ignorancia lo dicho en la emisora por el filólogo, sostiene que «el presunto violador conocía a la víctima». Después de las noticias, anuncian una entrevista con editores independientes. Estamos en la Feria del Libro. La actualidad manda.
Expresan su opinión de un modo prudente y sereno. En ningún momento se les escapa una palabra de más. Quiero decir que no hablan de la maravillosa y transcendental tarea que se han echado sobre sus espaldas; tampoco se desgañitan en contra del sistema de concentración y acaparamiento editorial. Ni siquiera nombran a Planeta.
Sencillamente, hablan de su trabajo, de los libros que publican y editan. Sin mistificaciones. Este es su argumento principal. Ni siquiera apelan a la paleolítica imagen de artesanos. Tampoco les molesta que se tenga al libro como un producto más del mercado. Porque aseguran sin complejos que también lo es. No es ningún baldón ignominioso reconocerlo.
En cambio, quienes peroran acerca de la importancia de estas pequeñas y medianas empresas son los guías del programa. En su opinión, los libreros independientes son como pequeños David de la calidad frente a la basura de los Goliat... esos monstruos de la voraz Concentración Editorial... Y así, durante quince minutos. Sólo les falta decir que Planeta es una entidad asesina -presunta asesina-, de la buena literatura. Una buena literatura que no se encuentra en esas monstruosas editoriales que han hecho del euro su razón de existencia. En cambio, las editoriales pequeñas todas son oro molido. Al final, suspiran. ¡Ah, la independencia editorial!
Terminada la entrevista, se anuncia la presencia de un escritor. Estupendo. Espero que entrevisten a un escritor desconocido, que habrá publicado en una presunta editorial pequeña e independiente.
Pronto mi esperanza se convierte en decepción. El locutor asegura que el autor entrevistado no sólo es un escritor a secas, sino que se trata de un «fenómeno sociológico». ¡Qué miedo! Aclara el locutor, el mismo que se hacía eco elogioso de las editoriales independientes, que nos «encontramos ante el nuevo Midas de la escritura actual». Todo lo que toca con su pluma, asegura, se convierte en oro. Por supuesto, ha sido editado por «la mejor Editorial de España, y la que más libros publica».
Apago la radio. Y, no sé por qué, asocio a estos locutores con aquellos monjes de los que hablaba Licthenberg, que declararon santo a un ratón que se habían comido una hostia consagrada. Tienen la misma presunción de estructurales gilipollas, pero, esta vez, sin el presunto.