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Jaime Mendia Miembro de EHGAM

El cerebro homosexual y la piedra filosofal

Los conceptos de «hombre», «mujer», «heterosexual», «homosexual» son creaciones sociales, culturales. Intentar buscar una explicación químico-biológica a un hecho social es tan quimérico como intentar encontrar la piedra filosofal que permita convertir el plomo en oro

Periódicamente nos asaltan, con considerable eco mediático, estudios supuestamente científicos sobre las razones que puedan explicar la homosexualidad, la transexualidad, etc. Dependiendo del área en que son «expertos», estos científicos nos hablan de hormonas, de genes, de neurología... Éste es el caso publicado esta semana, en el que científicos del Departamento de Neurociencias en el Instituto Karolinska, en Estocolmo, pretenden haber encontrado en la similitud entre los cerebros de «hombres homosexuales» y «mujeres heterosexuales», así como entre «mujeres lesbianas» y «hombres heterosexuales», la explicación que tantos años llevaban buscando.

Curiosamente, nadie dedica esfuerzo ni dinero a tratar de comprender por qué hay personas a las que les gusta más el color azul que el amarillo, por ejemplo, aunque a veces llegan hasta a combinarlos en su ropa, o porqué prefieren comer pasta a sopa, aunque un día sin problema podrían, si se da la ocasión, comer una cosa y cenar otra. ¿Por qué esa diferencia con respecto a las preferencias sexuales? Evidentemente, porque los gustos sobre colores o comidas no son factores utilizados para estructurar nuestra sociedad.

El deseo sexual de todas las personas, de todos y cada uno de nosotros, es múltiple y además varía continuamente. La forma en que cada uno de nosotros vive la relación con su propio cuerpo también es múltiple y variada. Sin embargo, socialmente nos empeñamos en fijar la posición de cada persona, clasificándola, de forma inamovible, como «hombre», «mujer», «heterosexual», «lesbiana»...

En vez de asumir que nuestras múltiples identidades fluyen en el tiempo, yendo de aquí para allá, haciendo que ahora deseemos a este hombre, luego a esa mujer, ahora nos sintamos un poco más masculinos, luego tal vez un poco más femeninos (si es que llegamos a comprender qué significa exactamente eso; aunque, bien pensado, ¿para qué preocuparnos de tonterías como ésa?), en vez de sentir nuestro cuerpo y nuestro deseo libremente, fijamos una hetero-normatividad y una género-normatividad, y gastamos ingentes cantidades de dinero y el tiempo de excelentes científicos en tratar de comprender por qué no todas las personas se ajustan a ese mundo que hemos creado artificialmente.

En nuestra sociedad se ha implantado una moral médico-científica que, sustituyendo a la moral mágico-religiosa, ha cambiado a los pecadores sodomitas por personas con un cerebro de tamaño diferente al que les correspondería, y que ha condenado a los trans al infierno de la psiquiatrización y la esterilización química para adaptarlos a uno de los dos únicos géneros «científicamente» válidos.

Estas dos morales cumplen la misma función de control social, y por lo tanto resultan igualmente alienantes para todo ser humano.

Los conceptos de «hombre», «mujer», «heterosexual», «homosexual» son creaciones sociales, culturales. Intentar buscar una explicación químico-biológica a un hecho social es tan quimérico como intentar encontrar la piedra filosofal que permita convertir el plomo en oro. Y las personas implicadas en este proceso nos merecen la misma credibilidad que aquellos brujos-alquimistas de la Edad Media. Es decir, ninguna en absoluto.

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