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Amparo Lasheras Periodista

Que los árboles no impidan ver el bosque

La aprobación en el Parlamento de Gasteiz de la ley sobre las «víctimas del terrorismo» sirve como elemento de reflexión a Lasheras, que considera que tanto los portavoces de las asociaciones de víctimas como los políticos que les dan su apoyo incondicional muestran una parcialidad inaceptable. El término apropiado para denominar esa postura sería, quizás, «grosera».

Aveces las palabras se precipitan, se escapan de los labios sin control, obligadas casi siempre por la rabia o la ignorancia. Ponen en evidencia la falta de educación de quien las pronuncia y sacan a escena las verdades oscuras que el subconsciente suele ocultar en los espacios del disimulo. En alguna etapa de mi vida adolescente fui sometida por unas señoras con hábito a rigurosas clases de urbanidad que si entonces me resultaron insufribles y hoy me parecen reliquias del pasado, al menos debo de reconocer que me han servido para distinguir los comportamientos groseros que tanto abundan en la prepotencia de quien, desde un puesto político, se sitúa por encima del resto de los mortales. El último ejemplo de todo lo que acabo de explicar nos lo brindó el jueves pasado, en la Cámara vasca, la directora de la Oficina de Atención a las Víctimas del Terrorismo, Maixabel Lasa.

Al finalizar el pleno, en el que se aprobó la Ley de Reconocimiento y Reparación a las Víctimas del Terrorismo, con el voto a favor de todos los partidos excepto del grupo Ezker Abertzalea, Maixabel Lasa se apresuró a comparecer ante las cámaras y a buscar el tono altanero del desprecio para desautorizar, antes incluso de que se inicien los trámites parlamentarios, una posible ley cuyo objetivo sería atender a las víctimas que han sufrido vulneraciones de derechos humanos, derivadas de cualquier violencia policial. Para la flamante directora de la Oficina de Atención a las Víctimas, nombrar la posibilidad de que alguna vez se tramite esta normativa, supone una interferencia «grosera e inoportuna». Para decirlo más claro, recordar y reconocer a otras víctimas que no sean las provocadas por la organización armada ETA, es una descortesía fruto de la ignorancia, algo burdo, tosco y ordinario, que es el significado que el diccionario castellano da al calificativo de «grosera». No hay que insistir mucho en ello. Todos esos adjetivos se han vuelto contra ella y, ella misma, se ha colocado en el lugar que le corresponde en cuanto a educación y sensibilidad humana.

Sin embargo, no quisiera que la crítica a las formas y a las palabras utilizadas por Maixabel Lasa, oculte la verdad que subyace en el fondo de un comportamiento que, en definitiva, deja al descubierto las diferencias y las carencias democráticas con que las instituciones vascas afrontan el reconocimiento de una parte de las víctimas del conflicto político de Euskal Herria.

La chispa que ha desatado la polémica y ha despertado la indignación de Maixabel Lasa y de las asociaciones de víctimas, se debe al anuncio por parte de la representante de Aralar, Aintzane Ezenarro, de la existencia de un informe, elaborado por la Dirección de Derechos Humanos de la Consejería de Justicia, destinado a completar un proyecto de ley que proponga el reconocimiento de todas las víctimas que a lo largo de cuarenta años han provocado las Fuerzas de Seguridad del Estado, los grupos parapoliciales, los mal llamados «incontrolados» y la violencia policial. No quisiera ser desconfiada pero lo cierto es que la noticia se ha conocido en un momento muy oportuno, a punto para salvar la imagen y la reputación de las fuerzas nacionalistas que el viernes pasado dieron un apoyo incondicional a la Ley de Reconocimiento y Reparación a las Víctimas del Terrorismo. .

La Ley es sumamente magnánima y condescendiente para con las víctimas de ETA. Además de considerarles sujeto de derecho con toda la capacidad jurídica y política que ello implica, se les concede una serie de compensaciones económicas y sociales, psicológicas, de vivienda, residencia y trabajo que los hijos de las mujeres maltratadas y asesinadas, los familiares de los muertos y heridos en accidentes laborales, o los desaparecidos, condenados y fusilados en la Guerra Civil nunca han podido soñar.

Y no se trata sólo del agravio político y social que supone para otros colectivos los muchos beneficios e indemnizaciones que estipula la Ley. En su aprobación existen ofensas más sutiles y profundas que tienen mucho que ver con el sufrimiento, la dignidad de las personas y los derechos de Euskal Herria. Ahondan en una crónica negra de represión lo suficientemente dolorosa como para que los partidos que la han apoyado la hubieran tenido en cuenta a la hora de dar un sí tan rotundo e incondicional. Y es que hace falta tener muchas tragaderas políticas para aceptar que se considere y se incluya como víctimas a recompensar a ciertos personajes de la calaña de Melitón Manzanas, torturador de notoria crueldad en Euskal Herria, nazi, amigo de la SS y delator de judíos, o como Eloy Ruíz Cortadi, uno de los instigadores del terror desencadenado tras la muerte de Franco y que, según consta en el informe causante de la polémica, fue un terror que provocó cerca de 100 muertos y 500 heridos..

No sé si es muy correcto hablar de la conciencia «ética» de los partidos, ahora tan de moda y desvirtuada, pero lo cierto es que EA, Aralar e IU y el propio lehendakari, tras la aprobación de la Ley, además de que necesitan acallar sus propias conciencias, se han visto obligados a justificar su decisión de cara a unas posibles elecciones y, para ello, nada mejor que poner sobre la mesa un proyecto que palie la indignación, y que, de momento, sólo se trata de datos y testimonios que pueden acabar confinados en el archivo de las promesas nunca cumplidas.

Lo triste es que la historia se repite y de nuevo se vuelve escribir con el trazo vengativo de quienes, sin ser vencedores, adoptan la arrogancia de los que creen que, teniendo la fuerza no siempre justa de las instituciones y el poder mediático de la dialéctica, pueden clasificar a las víctimas de un conflicto en buenas y malas; en dignas de ser recordadas en homenajes con salvas militares o en olvidadas, en innombrables por decreto, perdidas en la memoria de los que oficialmente nunca existieron.

Al escuchar el jueves a Maixabel Lasa, de inmediato recordé el desprecio y la prepotencia que tantas veces aprecié en los comentarios referidos a los «malvados rojos», mientras muchos de los que conocía morían de tuberculosis en la cárcel o sentían el desarraigo del exilio. Pensé en Carlos Saldise, con quien compartí militancia en el movimiento pro amnistía y cuyo asesinato ni siquiera fue investigado; en Roman Landeras al que tuve la suerte de conocer en su labor a favor de los presos políticos; en Enrike Gomez «Korta», acribillado a balazos en Baiona y, sobre todo, en las víctimas del 3 de Marzo, en sus familiares que han dejado 32 años de su vida recorriendo juzgados e instituciones, luchando para que a sus hijos y hermanos se les devuelva la dignidad y se reconozca su condición de víctimas de terrorismo policial. ¿Es que estas personas y los cientos que existieron detrás de nombres que muchos ni recuerdan, no se merecen el respeto y el reconocimiento que se atribuye a las víctimas de ETA? ¿Qué autoridad legal y moral se ha concedido a Maixabel Lasa y a otros portavoces de asociaciones de víctimas para negar y despreciar esos derechos fundamentales en la memoria histórica de Euskal Herria?

Resulta indignante y cínico que, ahora, después de aprobar una ley que institucionaliza la diferencia y la categoría de víctimas y decreta el olvido de las que un día cuestionaron los principios democráticos de quienes gobiernan, se recurra a estas últimas para utilizarlas en un informe que, hasta el momento, para lo único que ha servido es para desviar el debate de fondo que hubiera necesitado la Ley de Reconocimiento y Reparación a las Víctimas del Terrorismo y para salvar la cara política de aquellos que la han acatado sin rechistar y que, ante unas próximas elecciones, sólo sueñan con arañar votos en la base social de la izquierda abertzale.

Existe un dicho popular que advierte a los crédulos para que los árboles no les impidan ver el bosque. Los informes sobre víctimas de la represión policial pueden ser, eso, árboles, que cuando nadie necesite su sombra se talarán y el bosque desaparecerá.

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