Martin Garitano Periodista
Otra vez, ¡Viva Rusia!
Recuerdo el grito, soterrado por las peticiones de prudencia en aquellos años oscuros en los que Mayor Oreja vivía con placidez la dictadura de Franco y los suyos (que también eran los de Mayor Oreja). Se cerraban ventanas y contraventanas: ¡Viva Rusia! y que vivan también el comunismo, la libertad y las banderas rojas. Acompañaba al más temido ¡Gora Euskadi! o al canto de «Martí no debió de morir».
Así se susurraba en aquel tiempo en que gritar por la libertad, como también sucede hoy, estaba penado y en el que hasta temas folklóricos como «Kalinka», «Los bateleros del Volga» o «Noches de Moscú» parecían himnos. Luego todo se fue al garete. La falta de libertad asfixió al comunismo, los líderes obreros escondieron las banderas rojas, Georgi Dann españolizó y vulgarizó el «Kasachov» y ahora nos vemos abocados a pelear otra vez por la jornada de ocho horas, como hace más de un siglo, mientras el capital vuelve a la carga para imponer el esclavismo fabril enmascarado como receta para afrontar la crisis que él mismo genera.
Las luchas ganadas en favor de la clase trabajadora han dejado paso al arrollador desfile de las apetencias del capitalismo insaciable y un mundo sin referencias nítidas de la izquierda se agota en un debate sin sentido y estéril para elegir entre Obama, Clinton o Mc Cain como gendarmes de la Humanidad. Los falangistas de la División Azul, con Muñoz Grandes al frente, mordieron el polvo -y la nieve- de la estepa rusa y al minúsculo Franco sólo le quedó la satisfacción de la venganza cuando Marcelino batió la portería de Lev Yashin, «La Araña negra».
Hoy el nacionalismo integrista español, el que como Franco sigue negándonos como pueblo vivo, confía en el pan et circenses -el fútbol narcótico- para enardecer a sus gentes y sostener la falacia de una patria común rojigualda. Ahora, paradoja de paradojas, el héroe Marcelino se llama Iker, y sólo nos queda confiar en que el heredero de Yashin tenga mejor fortuna que aquél y mande a la selección de España a casa con el rabo entre las piernas, como volvió la División Azul. Son insufribles.