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Y Abel fue Caín

«El otro»

Al injustamente infravalorado Robert Mulligan le bastó una sola película, como a Charles Laughton con «La noche del cazador», para crear un estilo único dentro del terror fantástico, imitado por muchos realizadores actuales como Amenabar o Shyamalan. Ya sé que no hay comparación posible, pero no está de más volver a visionar «El otro» para darse cuenta de que en 36 años el género no ha evolucionado lo suficiente como para desterrar esta obra excepcional, con una luminosa fotografía del maestro Robert Surtees que ya no se ve hoy en día, por esa creencia errónea de que las películas terroríficas deben ser oscuras. Lo que hizo fue retratar a unos personajes en plena naturaleza, mediante una inquietante relación con las fuerzas telúricas representadas en los atavismos relatados por la abuela de los niños. La impresionante presencia de Uta Hagen conecta con el origen eslavo de la familia, y alcanza su cénit en la mágica escena en que el niño siente que es un cuervo y sobrevuela la granja, yendo a descubrir todo el entorno del lugar y los ambientes rurales de la Norteamerica de los años 30. Esta mujer es una fuerza desatada, al contrario de la deprimida madre que apenas sale de su habitación, y a la que presta su imagen la cantante Diana Muldaur.

Se han hecho muchas películas sobre hermanos gemelos, con disecciones tan penetrantes como la realizada por David Cronenberg en «Inseparables». Pero, en «El otro», al tratarse de unos niños los juegos adquieren una dimensión maléfica que otorga al emparejamiento un mayor grado de perversión psicológica si cabe. La dualidad entre el bien y el mal, bajo la forma de dos personas tan parecidas acaba por desaparecer e integrarse en un todo. Al margen de los giros del guión y de la bien urdida sorpresa final, Mulligan consigue ir más allá de la semejanza física entre los rubios Udvanorky, para superponer sus perfiles de una forma aterradora que no necesita de sustos o efectos.

 
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