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Análisis | 37 Congreso del PSOE

La captura de las tribus

 El 37 Congreso del PSOE, celebrado el pasado fin de semana, ha funcionado como las cortes franquistas, donde los grupos políticos tenían por objeto lucir cuatro votos de oposición para asear la fachada de la gran mentira.

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Antonio ÁLVAREZ SOLÍS Periodista

El autor repasa en su artículo los próximos objetivos políticos del PSOE, fijados en su último congreso, y dice no encontrar en ellos nada que se refiera a un perfil general de la sociedad, ya que a su juicio son tribales y están concebidos para sectores concretos.

El PSOE se consagrará a la normativa del aborto, a impulsar la laicidad y dedicará atención a la eutanasia y al voto municipal de los inmigrantes. Todo referido a circunstancias muy acotadas. Es un programa con aire de oferta comercial, de buzoneo de barrio, de semana de oro o de oferta de facilidades que no van más allá de lo que necesita un individuo muy determinado en un momento concreto. No está mal, pero aparte de sobredimensionar la laicidad, respecto a la cual todo esfuerzo llamativo y redundante que se haga recuerda viejas retóricas decimonónicas -hoy la laicidad forma parte también del cristianismo crítico-, lo restante es elevar a una absurda potencia política asuntos que debieran abordarse, sin más alharacas, en el marco de una política general que aportase plenitud social. En una sociedad avanzada, o de izquierda -como claman siempre con sospechosa insistencia, los socialistas-, el aborto quedaría incluído en un régimen general de libertades; la eutanasia sería consecuencia, sin más, del noble ejercicio de la soberanía personal; el voto municipal de los inmigrantes, así como otros sufragios, formaría parte de lo obvio en cuanto a derechos fundamentales.

Es decir, del congreso socialista no se extrae ni un solo dato que nos lleve a pensar en una sociedad distinta en que fuera habitual el fomento del pensamiento, la seguridad jurídica, la eliminación de la explotación material, la civilidad del techo posible de actuación, la devoción por las ideas y el respeto a los pueblos, entre otras muchas cosas. Nada de eso figura en el programa socialista. O sea, la verticalidad jerárquica, la incomunicación de sociedad y parlamento, la arbitrariedad de las instituciones, la furia de los tribunales, la desigualdad social, el poder ilimitado de las finanzas, la concentración de los medios informativos y muchos otros asuntos de interés indiscutiblemente fundamental, entre ellos el negado reconocimiento de las naciones proscritas, seguirán ahormando la cotidianeidad de los ciudadanos hasta convertirles en súbditos de vuelta a un pasado que creíamos remoto.

¿Qué ha decidido ese congreso puramente de registro de decisiones previas más que de debate realmente vivo? Pues no ha decidido nada. El socialismo sale de él aún más disminuído de vigor y queda anclado en el muelle más alejado de todo real tráfico humano. Me pregunto si el partido socialista no ha convertido este congreso en un acta de defunción, aunque los socialistas hace ya muchos años que desfilan en la nómina de una fantasmagórica procesión «dos mortos viventes», como la que conoce el sr. Pepiño Blanco como gallego que no puede ignorar la leyenda impresionante a orillas del Sar.

Necesita el sr. Zapatero, repito, hacer una política de adhesiones tribales ya que está aislado en el Estado que es, al tiempo, su única vida. Cuando haya de enfrentar el difícil trance de decir resueltamente «no» a Euskadi, que es una de las cuestiones más espinosas que están sobre su mesa, deberá contar con la engañada gratitud de quienes hablan de la laicidad como en tiempos de Joaquín Costa; con la adhesión matizada de los abortistas; con el respaldo de quienes esperan la liberación mediante la eutanasia; con los homosexuales que han podido lucir el velo nupcial o con los inmigrantes de excepción que esperan una concejalía. Pero todos ellos, a pesar del obsequio conseguido, seguirán existiendo en una sociedad controlada hasta la asfixia por altos poderes a los que interesan otras cosas, como mantener a la ciudadanía en una conejera que presta sus magníficos y dramáticos resultados a la estadística gubernamental.

Ha sido, por otra parte, un congreso de promoción de «aparachiks» de segundo orden a los que durante un prolongado tiempo tuvieron a biberón dirigentes infieles a su origen como Felipe González o Alfonso Guerra. Herederos que han logrado ahora su instalación en el jardín de las delicias y para los que el socialismo no es, asimismo, más que una escala con que acceder a la cubierta. Ahora, el congreso ha tocado a fajina y han apretado a correr hacia el gran caldero regimental los funcionarios que necesitaban un toque de gracia y un baile en capitanía. En fin, que la suerte les multiplique las oportunidades para entrar en el Guiness de la decadencia.

Quizá todos estos sucesos anuncien como próxima la descomposición final del Estado, que es ya una olla exprés de intereses ratoneros. La olla silba de sobrepresión con este tipo de acontecimientos. Paradójicamente, si el congreso socialista agudizase la ruina estatal habría prestado al menos un gran servicio a la sociedad, que necesita con urgencia este tipo de acontecimientos a fin de facilitar el camino a otra suerte de institucionalidades de Gobierno. El Estado ya no puede engullir más poderes bastardos ni esos poderes pueden sostener tanto Estado corrompido. Es la maquinaria que devora al maquinista. Como las estrellas que menguan, el Estado ha de forzar su radiación interna para mantenerse en funcionamiento. Y al final, las estrellas explosionan. Es cuando aparece la enana marrón camino del agujero negro.

El congreso de los socialistas ha cerrado la puerta que da al patio vasco. Una de las grandes cuestiones para la gobernación que protagoniza Madrid. El error es de dimensiones incalculables. Al parecer, los socialistas han heredado de Franco el uso del término «rebelde», en su sentido más profundo, para aplicarlo a los que precisamente defienden la democracia frente a la agresión. El cínico espíritu es el mismo. Y para que funcione esa adjudicación de rebeldía se ha procedido a ampliar el ámbito penal hasta el mismo pensamiento político. Con ello lo penal reviste una ambigüedad que destroza tres siglos de esfuerzos para construir un ámbito al menos elegante de ciudadanía, que es hoy una referencia estadística.

Lo que reviste una mayor gravedad es que frente a los socialistas, en el plano formal del debate político actual, quedan solamente los «populares» como fuerza estatal. ¿Qué hacer frente a este desolador panorama? No parece que los remedios puedan surgir del ámbito del Estado. Únicamente parece encendida, con todas sus dificultades y confusiones internas, la luz velada de los nacionalismos oprimidos. Es decir, la fuente que alimenta a unos pueblos que no están contaminados por la estatalidad. Habrá que soplar con energía esa brasa a fin de conservar fuegos como el de la libertad y la democracia. Ninguna de las dos cosas parece que surgirá de esos dos congresos que hemos vivido en los últimos días: el nacional socialista y el catalán del PP, que adelanta una vez más el espíritu de la derecha sin veladuras. Pero alguna grieta ha de quedar para hurgar con el dedo de la razón.

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