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Ion Andoni del Amo Profesor de la UPV-EHU

(Des)Legitimar

Deslegitima a ETA la consulta, como dice Ibarretxe? Al contrario, ¿la puede legitimar al imposibilitar las vías políticas? En tal caso, ¿legitima quien promueve la consulta o quien la prohíbe? El debate moderno en torno a la legitimidad de la violencia remite a la apropiación del monopolio de la legitimidad de la misma con el surgimiento de una estructura institucional: el estado-nación. Se trata de un fenómeno contingente bien determinado en tiempo y espacio: es el que tiene lugar en Europa entre los siglos XIV y XIX, y que se produce en dos fases.

La primera, entre los siglos XIV y XVI, consiste en la formación de un conjunto de realidades estatales. Lo peculiar del fenómeno en la Europa de la época es la ausencia de una potencia claramente dominante, a diferencia de otras épocas y lugares, lo que instituye un sistema multilateral de estados en precario equilibrio y en continua lucha por su supervivencia, que obliga a la progresiva centralización del poder en torno a la corona. La segunda fase, entre los siglos XVI y XIX, consistirá en la posterior nacionalización de esas realidades estatales, la «invención» de las naciones para legitimar el poder en esos estados. No se trata, por tanto, de la estatalización de naciones históricas, antes bien, las realidades estatales preceden a la idea de nación.

El proceso corre parejo a la conformación de los mercados nacionales y el ascenso de una nueva clase social, la burguesía comercial y financiera que exige, a cambio de financiación para la guerra, una mayor participación en el poder y una orientación del Estado hacia sus intereses. Las elites militares van siendo así sustituidas por civiles.

Las nuevas realidades estatales con nuevas elites civiles en el poder necesitan legitimarse. Surge la idea de nación y toda una serie de desarrollos intelectuales. Desde el ideario burgués, que eleva sus ideales como los de la humanidad entera, a Hobbes, que justifica el Estado como un Leviatán necesario para modular las pulsiones egoístas, o las concepciones basadas en la idea de contrato social (Locke o Rousseau). Dos ideas se constituyen en fundamentales. Por un lado, la idea de nación, de comunidad nacional asimilada al territorio del Estado y arramblando en muchos casos con diferencias étnicas, lingüísticas y culturales. Por otro, la apropiación del monopolio de la legitimidad de la violencia por parte del nuevo poder estatal, sobre el argumento de la preservación de la seguridad y el orden interior y exterior. Pero ambas ideas son, ante todo, construcciones sociales, y como tales su veracidad última depende de su éxito social, de que sean capaces de extenderse y asumirse por la población. De ahí que se otorgue un especial interés a la educación. Pero el proceso no es sencillo.

De forma paralela se produce también la transformación en las formas de acción colectiva. Hasta entonces, éstas habían tomado habitualmente la forma de estallidos más o menos violentos, espontáneos, puntuales, locales y dirigidos contra las personas concretas (ataques a los recaudadores de impuestos...). El surgimiento de los movimientos sociales corre parejo a la conformación de los estados-nación; a diferencia de anteriores formas de acción colectiva, son capaces de articular personas sin contacto directo, a favor de objetivos generales y con una cierta continuidad. La mayor o menor tendencia de algunos a la violencia guarda relación con la cultura del conflicto de cada sociedad, con las estructuras de oportunidad política y con el grado de legitimidad del estado-nación y, por tanto, la aceptación del supuesto de exclusividad en el uso legítimo de la violencia.

El Estado español ha encontrado en las especificidades étnicas, lingüísticas y culturales de Euskal Herria problemas para su legitimación nacional en ese medio social. Problemas agravados por una tardía extensión del sistema educativo y, en el periodo reciente, por la estrecha vinculación de la idea nacional española al Régimen dictatorial, del que salió seriamente contaminada. Tras la reforma del Régimen, el proceso de legitimación estatal en Euskal Herria atraviesa tres fases diferenciadas.

La primera reproduce los mecanismos clásicos de ampliación de las bases de legitimidad, aumentando la inclusión social mediante las reformas democratizadoras y de autogobierno, y el pacto y cooptación de las elites políticas y económicas del nacionalismo moderado. Sin embargo, estas reformas limitadas - que siguen pivotando en torno al concepto exclusivo de la nación española- resultan insuficientes para incluir a una amplia parte de la población, que se vertebra políticamente en torno a la izquierda abertzale. La persistencia de la lucha armada actúa como efecto desestabilizador, hasta el punto de desencadenar durante los 80 una escalada represiva y de guerra sucia que, junto al bloqueo y recortes en el autogobierno, deteriora la legitimidad estatal.

La segunda fase se explicita a partir de los sucesos de Ermua. La derecha nacionalista española entiende que la creciente deslegitimación ética de la violencia puede y debe ir más lejos, utilizarse como un instrumento de legitimación de la idea de nación española. Se produce así un cambio trascendental en la conceptualización de la lucha armada, que de ser un elemento de desestabilización pasa a desempeñar la función contraria. El nacionalismo español encuentra en el desgarro ético que produce la lucha armada que lo combate el elemento que permite limpiar su desprestigio, y emprende un proceso de re-nacionalización del Estado en el que arrastra a la mayoría de la izquierda y los medios de comunicación.

La ofensiva re-nacionalizadora acontece exitosa en el Estado, donde reactiva a los restos del Régimen atrincherados en las instituciones, especialmente en el Poder Judicial. Sin embargo, resulta de éxito limitado en Catalunya y Euskal Herria. La victoria electoral de Ibarretxe en 2001 frente a la ofensiva final del nacionalismo español explicita sus limitaciones y abre una nueva fase. La conclusión es que la utilización político-electoral de la violencia no es suficiente; es necesario también desmantelar todo el entramado social, político e institucional que sustenta y promueve la idea nacional vasca, ya sea en el ámbito político como, incluso, en el cultural. La relativa pulcritud democrática de los comportamientos de la fase anterior, cuando se trataba de convencer, da paso a una escalada represiva y de recorte de libertades que incluye cierres de medios de comunicación, ilegalizaciones, torturas y procesamientos judiciales. Es la doctrina del «todo es ETA».

Esta ultima estrategia se colapsa por exceso cuando el gobierno de Aznar trata de utilizarla también en el conjunto del Estado tras los atentados del 11-M. En su primera legislatura, el PSOE abre un proceso incluyente de negociación, por el que es premiado electoralmente en Euskal Herria, aunque sin desprenderse totalmente de estrategias anteriores, las cuales acentúa ante el fracaso del proceso. Este revival mas o menos amable de las políticas aznarianas (procesamientos, ilegalizaciones, prohibición de la consulta...) de nuevo con ETA como excusa, prolonga un proceso de deslegitimación del Estado, que puede ser difícil de restaurar incluso mediante un nuevo intento de cooptación del nacionalismo más pactista.

Es cierto que el proceso convive, a diferencia de los 80, con la deslegitimación de la lucha armada: no se produce, por el momento, una legitimación correlativa de la misma. Antes bien, lo que acontece es una desmovilización general, tanto frente a las arbitrariedades del Estado como a la lucha armada: ambas acaban siendo contempladas como `consecuencias del conflicto', en la célebre caracterización utilizada por la izquierda abertzale.

Pero esta desmovilización dista mucho de una legitimación estatal o cambio de fase, incluso electoral, como algunas visiones pretenden. Que no devenga en una legitimación de la violencia dependerá de las posibilidades de articulación política del soberanismo y, en definitiva, de que se asuma que los problemas de legitimación estatal y de deslegitimación de la lucha armada se resuelven mediante procesos inclusivos y no forzando concepciones nacionales excluyentes.

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