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Modernas criadillas en la alta competición

Dice la leyenda que los atletas de la antigua Grecia, antes de competir en pruebas importantes, comían testículos de animales para elevar sus niveles de testosterona y así incrementar su rendimiento. Rudimentario, primitivo, pero seguramente muy efectivo. Dos milenios más tarde, las pócimas son hoy más sofisticadas y complejas, pero los fines siguen siendo idénticos: difuminar los límites físicos del cuerpo humano para alcanzar cotas deportivas que, sin la ayuda de la moderna alquimia, serían impensables.

El Tour se vio ayer salpicado por un nuevo escándalo. El corredor italiano Riccardo Ricco dio positivo por EPO «de tercera generación» -las modernas criadillas- y su equipo, el Saunier Duval, no tomó la salida en la decimosegunda etapa. No hace falta profundizar demasiado para percibir que alta competición -que no el deporte- y consumo de sustancias prohibidas van de la mano en demasiadas ocasiones. Y parece que la vía punitiva extrema por la que se ha optado, que a menudo arrolla a inocentes, no consigue erradicar el problema. Quizá porque, una vez más, se dirigen todas las baterías contra el deportista, el último eslabón, el más débil, de una larga cadena de intereses económicos en torno a uno de los negocios más rentables de las últimas décadas: el deporte como espectáculo de masas.

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