LA VANGUARDIA | Ferran Requejo 2008/7/31
Convencer, persuadir, disuadir
Los principales actores políticos no prestan hoy prácticamente ninguna atención a la retórica, al arte clásico de la persuasión y disuasión pública a través del lenguaje. Teniendo en cuenta, sin embargo, que la práctica política, especialmente en las democracias globalizadas y mediáticas actuales, viene siempre asociada a discursos que buscan legitimación, esta falta de atención parece sorprendente. Una razón de esta ausencia está en la actitud desconfiada que las concepciones racionalistas modernas han tenido hacia la retórica, asociándola muchas veces, simplemente, a la manipulación, la superficialidad y el engaño.
Desde los tiempos de Hobbes y de los inicios del liberalismo político (siglo XVII) esta sospecha antirretórica devino casi un dogma de la teoría política moderna. Se construyó la ficción de que en la moralidad y en los procesos de legitimación política no se trataba de persuadir o de disuadir a los ciudadanos o a otros actores políticos, sino de convencer a través del mejor argumento, a partir de información verídica, conocimiento científico, valores universales e intereses particulares. Apelar a las emociones y al uso técnico del lenguaje para conseguir determinados fines se asociaba a la manipulación y a la demagogia políticas. Sin embargo, teóricos como Aristóteles o Cicerón ya distinguieron hace tiempo entre retórica y demagogia. Hoy esta distinción casi se ha olvidado. El resultado es un empobrecimiento de la reflexión sobre el uso del lenguaje en política, y una pérdida de la conexión que existe entre las emociones y la racionalidad humanas.
Ya en la época de los sofistas clásicos, Gorgias sostuvo que el carácter persuasivo de la lógica resultaba limitado en las acciones humanas. Mientras los racionalistas creían que el convencimiento sobre una cuestión se establecía a través del razonamiento, Gorgias sugería que más bien se basaba en el poder de las palabras empleadas en dicho razonamiento. Unas mismas razones expresadas con otras palabras suelen cambiar el grado de persuasión del argumento. Es lo que normalmente se caracteriza como el hechizo que provocan en la mente de los humanos unas palabras que nunca son neutras en términos emotivos (...)
D. Hume y A. Smith destacaron hace más dos siglos el fondo emocional de la moralidad humana. Las neurociencias actuales muestran como las partes que están activas en nuestro cerebro cuando tomamos decisiones en las que están implicadas las emociones propias y las ajenas son distintas a las que se activan cuando tomamos decisiones más impersonales, más racionales. Las primeras activan componentes muy antiguos de nuestro cerebro (anteriores a la existencia de los mamíferos en el planeta). La evolución nos ha preparado mucho más para este tipo de decisiones que para las de carácter racional. Los sentimientos pueden refinarse a través del contexto cultural y de la educación, pero su emotividad de base seguirá estando presente en nuestras respuestas prácticas (cuando intuitivamente rechazamos, por ejemplo, que se le extirpen cuatro órganos vitales a una persona sana a pesar de que ello podría salvar la vida de otras cuatro personas).
Las emociones también se reflejan en la importancia de la competitividad/cooperación, de la empatía y de la reciprocidad en el comportamiento humano que nos muestran la etología y la primatología actuales. Estos tres elementos básicos de la moralidad humana son también evolutivamente antiguos. La razón ha venido después. Mucho después. Y se nos nota, para bien y para mal. Recordemos que la racionalidad puede emplearse tanto para disminuir el dolor como para la maximización del odio y de la venganza. Y hoy sabemos, especialmente tras las experiencias del siglo XX, que cuando algunos se han empeñado en construir paraísos racionales, más bien han creado pesadillas infernales. (...)
En política, la retórica de la persuasión y de la disuasión que apela a nuestro fondo emocional resulta inevitable. Creo que para aumentar la calidad democrática, los profesionales de la política y de los medios de comunicación deberían prestar más atención no sólo a su competencia técnica y a la lógica, sino también al análisis de la retórica clásica que conectaba la racionalidad al arte de la persuasión y contribuía a discriminar entre buenos y malos argumentos. Ello ayudaría a razonar mejor, y a descubrir y prevenir las demagogias populistas y los engaños mediáticos que se encuentran presentes en los discursos cada vez más simples, efímeros y fragmentados de nuestras democracias.