Coline Serreau, como buena comediógrafa, cree que el humor es el mejor remedio contra la rutina y el aburrimiento. El urbanita, en cuanto le sacan de su contexto de oficinas y medios de transporte rodado, se vuelve patético y susceptible de ser caricaturizado. La realizadora de «Tres solteros y un biberón» busca una cura para el estrés de la ciudad y su modo de vida enajenado, así que pone a sus personajes materialistas en pleno contacto con la naturaleza, para que el aire fresco y las largas caminatas les hagan eliminar toxinas y la contaminación mental. El Camino de Santiago se convierte en una terapia contra el sedentarismo y el individualismo egoísta de la sociedad moderna, gracias a su poder transformador sobre quienes lo recorren, con o sin fe. Por consiguiente no se trata de una experiencia religiosa, sino de un viaje iniciático que fomenta la solidaridad, la entrega, el compañerismo y otros valores difíciles de encontrar en el competitivo contexto social que los ocasionales peregrinos dejan a sus espaldas.

Cuando el grupo sale de Puy-en-Velay muestra una actitud totalmente negativa, con constantes enfrentamientos internos que traen de cabeza al resignado guía. All llegar a Santiago de Compostela se han vuelto mucho más generosos y comprensivos, entendiendo el verdadero significado de la amistad. No es un milagro, se trata simplemente de una lección de convivencia, a base de potenciar el esfuerzo y la renuncia a lo superfluo. Lo que al principio era un calvario se vuelve divertido, tanto, que lamentarán que la marcha acabe. Serreau ha añadido a las imágenes cotidianas de los caminantes, otras de concepción onírica que, por su surrealismo delirante, cabe interpretar como un homenaje a Buñuel y «La vía láctea», película que -en la supuesta magia de la peregrinación- daba pie a pasajes extraños, propios de un recorrido por el tiempo y la historia que conecta con los sueños de nuestros ancestros. La sorpresa final indica que no hay que enterrar el pasado antes de tiempo.