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Antonio Alvarez Solís Periodista

¿Qué pasó en el alma del juez Pedraz?

En esta ocasión Alvarez-Solís pausa su exhaustiva mirada en el caso del joven Ailande Hernaez y el juez Santiago Pedraz. El primero, maltratado por la Guardia Civil durante su detención. El segundo, insultado por ese mismo cuerpo y por todo el «stablishment» policial español ante la pasividad de sus mandos políticos y orgánicos.

Imaginemos la escena. El juez Pedraz interroga a Ailande Hernáez, acusado de «kale borroka». Ailande explica al magistrado las torturas que ha sufrido, dando señales muy concretas de las mismas. Día y medio en un cuartelillo de la Guardia Civil hace que Ailande pierda el sentido del tiempo, como atestigua su abogada. Tras el interrogatorio, el juez Pedraz decreta la libertad provisional del detenido, aunque imponiéndole una fianza de seis mil euros y el cese, por tanto, de su incomunicación, de la cual el arrestado describe el horror vivido.

¿Qué pasó por el alma del magistrado, que suspende la incomunicación de Ailande tras escucharle? Hay que hacerse esa pregunta. El magistrado no parece ser «un típico pijo rojo de los años ochenta», como afirma el secretario general del Sindicato Unificado de Policía, Sr. Sánchez Fornet. Es más, asegurar tal cosa -aparte la clara injuria a un juez en su tribunal- revela en quien lo dice la persistente continuidad ideológica en una Policía heredera del franquismo. ¿Dónde está, por consiguiente, el nuevo y democrático espíritu que se quería ver en la Transición? Evidentemente sigue pesando en el lenguaje del Sr. Sánchez Fornet el odio hacia los «pijos rojos». Mala cosa.

Más. El Sr. Sánchez Fornet y los representantes de la Policía, la Guardia Civil y la Unión de Oficiales de esta última organización armada subrayan que el magistrado decretó esta libertad provisional porque no ha sentido «en sus propias carnes» la acción del terrorismo. Más aún: todas estas esferas corporativas afirman, en este caso la Asociación Unificada de Guardias Civiles, que un acto de «kale borroka» como el atribuido a Ailande -el lanzamiento de un cóctel Molotov contra la subdelegación del Gobierno de Madrid en Vitoria- «amenaza la vida de los agentes que custodian el edificio». Precisamente al peligro en que viven los agentes de las Fuerzas de Seguridad se refiere por su parte la Unión de Oficiales de la Guardia Civil cuando sus representantes apoyan al Sr. Sánchez Fornet al insistir en que quizá el magistrado Sr. Pedraz cambiaría de criterio sobre su aplicación de la ley si sufriera el ataque de cócteles molotov, lo que serviría «para que estos jueces valoren el sufrimiento en el País Vasco de los miembros de las Fuerzas de Seguridad del Estado y sus familias». En una palabra: los representantes de los agentes de seguridad no hacen referencia alguna al orden público en general sino al peligro en que viven esos agentes, lo que conduce a una alarmante personalización de la seguridad. Todo policía sabe que su misión es de riesgo, tenga éste una raíz política o provenga del llamado delito común. Pero ese riesgo no ha de justificar una respuesta perversa, si es que se prueban mediante una investigación solemne las torturas sufridas extra-lege por los detenidos, ni han de pasar a primer orden de consideraciones los peligros que dimanan del oficio policial. Insisto en que la personalización de estas amenazas o daños convierten la acción de la Policía en una irrazonable lucha entre dos bandos, cuando la Policía tiene por misión operar con la mayor asepsia para contribuir a una perfecta acción judicial.

Por cierto, ¿qué opina de todo ello el Gobierno de Madrid y especialmente el ministro del Interior, que recuerda mucho en su discurso la justificación hecha por Felipe González de los desagües del Estado? ¿Cómo es posible que las Fuerzas de Seguridad puedan agraviar con tan deleznable frivolidad a un juez sin que los mandos políticos y orgánicos de esas fuerzas tomen medidas para restaurar la higiene ética de esas fuerzas, desbocadas en su lenguaje, lo que quiere decir desbocadas en su disciplina? ¿En qué queda la solemnidad ejemplar que ha de revestir la acción policial para que todo ciudadano encuentre justamente retribuida su soberanía, que es la que en teoría sostiene a los agentes que protagonizan esa acción? ¿Estamos de hecho en una guerra sin el mínimo amparo de la Convención de Ginebra? ¿Cómo distinguir a los tenidos por justos combatientes de aquellos que no lo son, según la definición oficial?

En estas condiciones creo que debería superarse incluso el espíritu de organizaciones como Amnistía Internacional, que batallan ardidamente contra la injuria de la tortura, pero que no se deciden a dar el paso esencial de explicar qué raíces políticas, sociales y muchas veces económicas tiene esa tortura. De ello habla con una contundente brillantez Noemí Klein en su monumental obra «La doctrina del shock»: «La tortura es un indicador de que un régimen está sumido en un proyecto profundamente antidemocrático, aunque ese régimen haya llegado al poder mediante las elecciones». Y añade en méritos a su pensamiento esta magnífica frase de Simone de Beauvoir: «Protestar en nombre de la moral contra `excesos' y `abusos' es un error que sugiere complicidad activa. No hay `abusos' o `excesos' aquí, sino simplemente un `sistema' que lo abarca todo». El párrafo de la Sra. Beauvoir lo culmina la profesora Klein con esta consideración de la tortura: «No hay ninguna forma humanitaria de gobernar a la gente contra su voluntad...». Y señala al respecto que no deben rechazarse meramente «algunas prácticas específicas (de la tortura) sino el objetivo superior que las ampara y para (cuyo logro) resultan esenciales». Ahí está la gran cuestión. No se trata, no, del ejercicio brutal de la fuerza por algún loco o sádico, que de todo hay en la viña del Señor, sino del imperio de un mecanismo perfectamente engrasado desde planos muy superiores y trascendentes para la vida colectiva. La tortura en el mundo actual ha sustituido a la razón y constituye el lenguaje de la brutal lógica de los dominadores. Sí, esta es la cuestión.

Ypor ello insisto. ¿Qué debió sentir mientras interrogaba a Ailande el juez Pedraz? Cosas amargas seguramente. ¿Quizá impotencia para proceder con una justicia real? ¿Quizá un rechazo muy humano de la presunta forma de obtener unas declaraciones? ¿Quizá repugnancia acerca de lo que estaba viviendo en su tribunal? No lo sé. Sé, según los medios de comunicación, que suspendió la incomunicación y dejó en libertad provisional -lo que no quiere decir que haya dejado resuelto el caso- a Ailande.

¿Y los periodistas? ¿Qué hemos de hacer los periodistas? Pues contar las cosas con rigor y abandonar nuestro habitual comportamiento como parte en el caso. Hay unas posibles torturas, hay una decisión sensible del juez, hay una escandalosa personalización en la Policía y la Guardia Civil y hay, como siempre, un silencio del Sr. Zapatero, del que un diputado del Parlamento catalán, el Sr. Homs, ha dicho, con absoluta llaneza, que el actual presidente del Gobierno de Madrid pasará a la historia «como el más falso de España por prometer una cosa y hacer la contraria». El Sr. Homs se refería, seamos leales en la cita, al incumplimiento de lo que había asegurado el Sr. Zapatero para la nueva financiación de Catalunya, pero bueno será extender esa desautorización moral y política del Sr. Zapatero por lo que hace a su constante insistencia en el vigor del Estado de Derecho y en la protección de la libertad. ¿De qué habla usted, Sr. Zapatero? ¿Dónde está el Estado de Derecho? ¿Dónde la protectora libertad?

Imagino lo que pasó por el alma del juez Pedraz. Debió ser como una nube de tristeza, como una nostalgia de la grandeza que se pidió siempre a la magistratura, hoy maltratada por gentes que vistiendo uniforme han decidido convertir en una guerra de taifas nada menos que la seguridad del Estado. Claro que todo esto lo supongo. En cualquier caso bienvenida sea esa luz entre tanto dolor.

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