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Josu Imanol Unanue Astoreka Activista social

Juegos perversos

Las máquinas de juegos infantiles han logrado lo que la tecnología en principio supuestamente pretendía evitar, la incomunicación. Hoy en día los chavales juegan en grupo e incomunicados unos junto a otros, sin apenas intercambiar palabras, con la mirada en sus aparatos electrónicos individuales de alto coste y ajenos a su entorno más cercano.

Los juegos en dichos aparatos han desbancado a los juegos sociales, que permiten el contacto, el conocimiento del grupo, la creación de una cuadrilla, el lenguaje mas coloquial o la simple ocupación de los espacios públicos. Todo ello ha sido relegado por unas máquinas que emulan hazañas de héroes de ficción y que sólo pretenden que el participante, es decir, el dueño de la «cara-máquina», logre la victoria, el aplauso robotizado o un premio en puntos que le demuestre que también va controlar ese juego en concreto, por tanto caducará y deberá comprar otro mas difícil.

Los chavales difícilmente saben qué es jugar en equipo, perder o ganar, hablar e interpretar los gestos, el lenguaje corporal, el desarrollo de habilidades manuales... bueno, los dedos llegarán a ser veloces como los reflejos en espacios reducidos o la concentración en semejantes aparatos, ideales para la oficina o para crear al funcionario fiel, leal o competitivo.

Claro que mientras esto ocurre en miles de pequeños, la sociedad curiosamente avanza y pide mas participación en sus retos diarios, pide más y más para que todo sea más popular y, ¡ay!, lo logrado con las maquinitas de moda va en contra de lo demandado.

No nos damos cuenta de que aislados no pueden ofrecernos toda la riqueza creativa que corresponde en esos años infantiles o juveniles. La juventud es una fuente de energía que no debe concentrase en estos aparatos para perder la oportunidad de conocer el entorno, cercano o lejano, pero con la rebeldía y la fuerza que les es propia por edad.

Es preocupante observar que mientras miles de jóvenes disponen de esos aparatos, repito caros, y dejan muchas horas en ellos, el resto somos ajenos a lo que se nos avecina. Eso sí, de vez en cuando con ardor guerrero recordamos con orgullo lo vivido, los juegos iniciales y variados, el uso de esas calles que eran nuestras, las cuadrillas que luego se convierten en amigos cercanos y sobre todo esas capacidades que nos llevaron a experimentar la riqueza de la comunicación de todo tipo.

El lenguaje empobrecido que se manifiesta cada vez más, la dependencia de esas tecnologías, la competitividad insana que sólo permite ganar, la resistencia a participar en juegos de «pobres», puesto que no se requieren tanto gasto y sí creatividad, nos llevan a un futuro realmente preocupante y más propio de los países «mal» desarrollados que han permitido que la educación de los jóvenes se derive a otros o a reconocidas modas como la que ahora cito.

El ejemplo más claro es el niño que el otro día en el tren repetía las palabras que decía la maquinaria diabólica, con onomatopeyas de golpes en inglés inclusive, y fue incapaz de levantar la mirada y observar lo bonito que era el entorno de Urdaibai o dirigirse a su otro amigo, todo durante media hora. Recordaba a mi amama, que era capaz de repetir en latín todas las oraciones y nadie le había enseñado a leer y escribir en su lengua materna, que era la única que usaba para comunicarse y vivir.

No seré yo quien recuerde el riesgo. El tiempo, como siempre, nos dará las claves de esta nueva adicción interesada y creada por los que nos aborregan una y otra vez. La gente sumisa y no rebelde interesa, y el juego social no lo permite.

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