Por dos veces ya los planes de Ibarretxe, es decir, los del nacionalismo vasco institucional, han chocado con las dos mismas piedras. Una, la negativa del Estado a tomar siquiera en consideración la propuesta, imponiendo el rodillo de la Constitución de 1978 y de la superioridad demográfica en las Cortes española. La otra, el achantamiento del PNV, que a la hora de la verdad nunca encuentra el momento adecuado para iniciar una confrontación democrática con el Estado. En 2005 el lehendakari volvió del Congreso de los Diputados y con la marca del portazo aún sin borrarse de su cara convocó elecciones. Ahora aparca el derecho a decidir en Estrasburgo.

Se cumple estos días el X Aniversario del Acuerdo de Lizarra-Garazi. Un hito en la historia vasca, que marcó avances que todavía perduran, pero que no alcanzó la meta deseada. Como tampoco lo hizo el proceso negociador abierto entre ETA y el Gobierno español entre 2006 y 2007. Unos culpan a la izquierda abertzale del descarrilamiento de estas dos vías, mientras que los independentistas acusan al PNV y al PSOE.

El caso es que, por una razón u otra, los intentos -más o menos sinceros, más o menos limitados- por cambiar el statu quo se estrellan contra la fortaleza (aunque sea antidemocrática) del Estado.

Es fácil echarse los trastos a la cabeza entre abertzales, pero sería más efectivo intentar sacar lecciones. ¿Cuál es la vía efectiva para abrir una grieta en el Estado? ¿Cuáles son las fuerzas de las que dispone este movimiento? Ni un Estado cede lo que cree suyo si no se le obliga ni ningún pusilánime se suma a la lucha si no la cree victoriosa.