Antonio Alvarez-Solís periodista
La razón depende de lo razonable
El autor desgrana en este artículo el contenido de la sentencia del Tribunal Constitucional español sobre la Ley de Consulta promovida por el Gobierno de Gasteiz. A su entender, el fallo adolece de una falsa dialéctica jurídico-política que sólo persigue la negación de la soberanía a cualquier sujeto distinto de la «nación española».
He leído algunos párrafos sustanciales de la sentencia dictada por el Tribunal Constitucional de España en la que se rechaza la petición de consulta propuesta por el lehendakari vasco. En primer lugar me ha sorprendido una vez más que la alta institución jurisdiccional mezcle inextricablemente en su sentencia conceptos jurídicos, morales, históricos, antropológicos, políticos y algunos otros ajenos a la materia estrictamente constitucional a la hora de juzgar. Por ejemplo, la aseveración de que «la nación española es única a indivisible» tiene un regusto teológico que no cuadra en la boca de los magistrados constitucionales. Por lo visto, la naturaleza de las naciones, que es previa y superior a las leyes, depende ahora de la consideración de los tribunales, asunto tan disparatado como si la geología -y la nación es una forma de geología moral- dependiera de los canteros que la pueden modelar a golpe de azuela o de cualquier otro instrumento de corte y percusión. Decía antes que esta perversión conceptual consistente en atribuir a un género de pensamiento lo que pertenece a otro género nos comunica un retronasal absolutamente teológico, al menos de teología oficial española, que suele ser una teología elemental, zafia y aparatosa.
Dicen también los dignos magistrados del Constitucional español que ante la propuesta del Gobierno de Gasteiz para convocar una consulta que desvele con firmeza lo que desea la nación vasca hay que tener en cuenta que toda iniciativa de esta clase es materia de soberanía nacional y esta soberanía corresponde en exclusiva «a la nación española constituida en Estado», con lo que el alto tribunal cubre con capa solemnemente retórica dos errores de bulto: es cierto que la nación suscita el Estado, pero el Estado no puede hipostasiarse con la nación hasta fagocitarla y hacerla desaparecer en el entramado normativo. La nación es permanente, o sea sustancial, y aparece en procesos que frecuentemente duran siglos y el Estado es circunstancial y administrativo. O advenedizo, como en el caso del Estado español respecto a Euskadi.
El segundo error en que incurre frívolamente el Tribunal Constitucional consiste en afirmar que «la nación española es única e indivisible», fórmula que aparte de su retoricismo, que tantas amarguras comporta a los habitantes de nuestro discutible Estado, apareja la cuestión inicial de saber si los vascos son nación española, dejando aparte que los haya engullido el Estado. Esta es la cuestión primacial en el debate: ¿son los vascos nación española? Yo creo que no, como no lo son los catalanes o los gallegos por más que los intereses de sus clases dominantes hayan basculado hacia la monarquía y su secuela, la castellanización. La gran burguesía ha sido siempre monárquica, así como sus adlátares -pensemos en los socialistas-, pues lo monárquico ampara conceptual y usualmente las construcciones antidemocráticas, tan repugnadas por esas gentes.
Hay un tercer error en la sentencia que merece una vez más dos palabras. Dicen los ligeros magistrados del Constitucional que la Comunidad Autónoma Vasca, al igual que las dieciséis restantes del Estado, fue creada en el marco de la Constitución y tiene un derecho de autonomía que no puede confundirse con el de soberanía. La razón esgrimida por el Constitucional resulta absolutamente feble. La Autonomía Vasca tiene unas raíces históricas muy potentes, que derivan de la resistencia a la pretendida, reiterada y nunca conseguida destrucción de la nación vasca. Poner en el mismo platillo la risible Autonomía madrileña, por ejemplo, y la vasca sólo cabe en la razón si la desproveemos de su principal dimensión, que es lo razonable. Convertir en razonable lo que se deriva de una razón tallada artificialmente es la forma habitual del proceder centralista español. El proceso resulta de una simplicidad apabullante. Primero se afirma que en España sólo existe una nación, luego se advierte amenazadoramente que esa nación es indivisible y única y, a continuación, la condena de las nacionalidades catalana, vasca o gallega cae por su propio peso. Basta con instrumentar una falsa dialéctica jurídico-política y revestirla con el proclamado e indiscutible principio de que no se puede hablar de consulta o iniciativa alguna de tal carácter si no se parte de la soberanía española, ya que el contenido de cualquier autodecisión no admite sujetos de otro carácter.
Todo esto, tan elemental de entender si se está intelectualmente dotado con un mínimo dispositivo de análisis, resulta de una terminante y maliciosa radicalidad en manos de tribunales que han instaurado el reinado de los jueces por dejación de los políticos. Los jueces, como sucedió en el Israel del siglo XI a.C., tratan de evitar toda suerte de segmentaciones de la sociedad mediante el establecimiento de una juridicidad que asuma la personalidad de los integrantes de un territorio como miembros de una verdadera y única nación. La cita quizá suene a realidad ya muy lejana, pero la historia está plagada del recurso a los jueces para mantener la verticalidad de un poder que no quiere ser discutido. Posiblemente el origen del símbolo del hacha o de la espada en cuanto se refiere a la función judicial tenga este subyacente propósito de poder fundamental. Los jueces fueron jueces reales hasta la Revolución Francesa y ahora, al parecer, vuelven a serlo en España, dominada por una larga tradición de judicaturas de este estilo.
Todo lo que antecede se desvela como cierto, al menos en una determinada medida, si atendemos a las reacciones de la mayor parte de los políticos en torno a la sentencia del Constitucional. No sólo los jerarcas de Madrid han acogido con alharacas la sentencia del Constitucional, sino que una serie de dirigentes vascos se han apresurado a afirmar que tras la resolución no hay otro camino que olvidar como «pasado» todo esfuerzo en favor de la consulta a los vascos sobre la autodeterminación. Es más, la posible soberanía vasca ha de disolverse, según estos dirigentes, en el concepto de cosoberanía a fin de reducir la cuestión vasca a una política de cosas.
Y al llegar a este punto cabe formular una pregunta de muy difícil respuesta: ¿qué es la cosoberanía? El Partido Comunista vasco integrado en Ezker Batua habla de una fórmula federal para superar el contencioso de Euskadi con España, pero lo federal no es tampoco cosoberanía, sino acuerdo de participación entre dos soberanías del mismo rango y previamente realizadas y reconocidas mutuamente. El federalismo constituye una visión más de futuro tras haber cruzado la ría de la actual dominación estatal. Una visión que podría ser ofrecida en un marco de plena realización del Estado vasco y en caso de que la dinámica internacional exigiera una acumulación de fuerzas. En ese federalismo cabrían potencialmente muchos más pueblos que el vasco y el español. Pero mal se puede federar quien no ha dejado de depender.
La cosoberanía no existe como recurso practicable en la contemporaneidad. Es un recurso medieval, como se comprueba en la fórmula andorrana. La soberanía es un valor absoluto; se es soberano o no se es nada en cuanto se refiere al poder de un pueblo sobre sí mismo. Es como si se hablase de una mayor capacidad de autogobierno. Esta propuesta suena siempre a concesión administrativa. El autogobierno en régimen de autonomía pende siempre del hilo del Parlamento estatal o de sus jueces ejecutivos. Desde luego, la autonomía no deja de constituir un mal menor, pero parece absurdo que un vasco hable de un mayor autogobierno. O Euskadi es nación o es una agrupación provincial con ciertas y débiles capacidades.