Pablo Antoñana escritor
Caos
El gris panorama económico global es motivo de reflexión para Pablo Antoñana, que descarga en su artículo grandes dosis de ácida crítica sobre el cinismo y la hipocresía de quienes antes exprimieron con avaricia la gallina de los huevos de oro y ahora, con las finanzas tocando fondo, reclaman austeridad a «las viudas, los jubilados, los pobres de solemnidad, los sin papeles» mientras piden sin sonrojo socorro a ese Estado del que antes renegaban.
Me pregunto, como hombre que soy, de qué estoy hecho, y no sabré responderme, pues materiales diversos, muchos de deshecho, se incorporaron a edificarme. Mi vida comienza seis meses después de a ejecución de Vanzetti, año 1927. Luego vino el crack de 1929, y comprende gran parte de un siglo, el XX, anegado en sangre inocente, no sé de cuántos millones de gente sacrificada en el «altar de la patria», los dogmas de la religión, y otros credos igual de crédulos, igual de insensatos.
Acudo a quienes me precedieron en el desaliento, y les robo las palabras que me susurraron rastros, siquiera frágiles, de nuestro pasado inmediato: «Este siglo (el XX) ha sido el más monstruoso y dramático de la historia» (Osvaldo Guayasamín, pintor ecuatoriano), o «abres el periódico y lo más importante son las guerras» (García Márquez). No sigo. Hubo soñadores como Kropotkin, de creencia anarquista, que escribía sobre la solidaridad, la ayuda mutua, la protección a los débiles, y fue copiado años después y sin copyright por cientos de ONG repartidas por el mundo, y nunca sabremos a qué precio. Qué cosas.
Y paso hojas al libro de los recuerdos y me encuentro con que aquí no ha pasado nada: todo igual, el mismo lenguaje, los mismos cepos, la barbarie de Hitler, Mussolini, Stalin o Franco no existió, ya pasto del olvido. Después del crack, en los cinturones de los soldados nazis figuraba la enfática leyenda «God mit uns» («Dios con nosotros»); en los cascos de los marines USA se leyó «God's own country» («Dios es nuestro país») y en el vocerío de los voluntarios carlistas del 36, el fanático «hemos salido a defender a Dios», yo lo oí. Pasó un tiempo y la democracia formal desplazó al totalitario «por el imperio hacia Dios», y al mismo tiempo, en conversión milagrosa, se convirtió en ensayo de función de teatro, y los figurantes colgaron de la percha la «camisa vieja» y se proclamaron «nosotros los demócratas». «En España empieza a amanecer» y volvió lo del «palo y tente tieso», el «pensamiento único», reprobación del «pensamiento crítico», «la realidad es la que es», (muera el sueño), lo «correctamente político», los teocon Usa (aquí teólogos conservadores, traducción de los neoconservadores de los yanquis). Regresa lo de «algo habrán hecho», «si se hubiese quedado en casa», «no sabe con quién está hablando», el guardia con pistola, fusil, bocacha, empuja sin preguntar, circulen, circulen, el voto popular manipulado por la Ley D'Hont, los mismos perros, los mismos tiempos, los mismos collares.
Doy fe de escribano de plumilla que fui. Un siglo de caos, guerras, hasta veinte he conocido, la Sociedad de Naciones desplazada por la Organización de Naciones Unidas, institución esclerotizada, con pretensión de crear un «mundo mejor», sin guerras, reconciliado. No ha sido así, la historia del hombre es ésa, el odio la preside. Hoy recapacito estimulado por el miedo que nos acosa, el capitalismo en crisis, otro crack es posible, y quienes nos gobiernan aconsejan «apretarse el cinturón», y lo dicen mientras quiebran las empresas del «capitalismo depredador», el de «la competitividad agresiva», el del «éxito fácil», «el lucro como objetivo superior», caiga quien caiga, y caemos nosotros. Miedo. Hay reajustes al «libre mercado», predicado como dogma de fe de los «neocon», le sigue la reprobada «intervención del Estado», Bush su exponente, predicador de «guerras preventivas». Cayó el muro de Berlín, la brújula se ha roto, no hay nada fiable, los cimientos del imperio vulnerados. Qué país le sucederá en la misión depredadora de pájaro carroñero. En el espejo del «mundo libre» se refleja un ejército de despedidos, frustrados por no recibir excusa, ni explicación alguna, ni pedir perdón, esclavos de las horas extras, de la hipoteca para 50 años, el intento de establecer las sesenta y cinco horas de trabajo semanal, retrasar la edad de jubilación, un regreso a los tiempos de Dickens, un fracaso de las viejas reivindicaciones y por la promesa incumplida de un mundo coherente y justo.
No sé si estamos a las puertas de otro crack como el de Nueva York, 1929, en que los empresarios y jugadores de Bolsa, despojados de sus generosos beneficios, se arrojaban por las ventanas de los rascacielos de Manhatan y poblaban la calle de cadáveres a enterrar; aparece Al Capone, y la ley seca, también la gran literatura americana, Dos Passos, Saroyan, Steinbeck con «Las uvas de la ira», y otros, después de ese tiempo ominoso.
Me pregunto, ingenuo, qué han hecho durante tantos años los economistas de las universidades de EEUU, el Fondo Monetario Internacional, sin advertir los desmanes de la gente de finanzas. Se sospecha de que su presidente, Rato, barruntó la tempestad vecina y dimitió. Ningún experto previno lo que venía, sabiendo la sangría de dólares que costaban las guerras emprendidas por el imperio para sólo vengar el 11-M. Nada. Y si lo previeron, callaron. El terrorismo de Al Qaeda en alza, el terrorismo del imperio en baja. Se dedicaron a discursear, inventar palabras nuevas ocultadoras de verdad, e imitaron a Sor Liduvina del Sagrado Corazón que era capaz de hablar durante tres horas seguidas sin decir absolutamente nada.
Se veía venir, lo vieron los campesinos con los que trato, que preguntaban con un fino olfato qué iba a pasar con los bosques de grúas, casas construidas deprisa, quién las iba a ocupar, de las ganancias fabulosas de los bancos, esa época dorada de la prosperidad, la gallina de los huevos de oro. Cada año y con petulante alarde anunciaban a bombo y platillo los balances de fin de año, mejorando los del año anterior. Los del «ladrillo», sus servidores, multiplicando sus ingresos, ahora dueños de yate, avioneta particular, grandes mansiones.
Y a nosotros se nos dio el consejo de ahorrar, «ahorrad, ahorrad, malditos, ese dinero es nuestro», el dinero-dios, el capitalismo, su religión. Ellos se repartieron lucrativos beneficios, ahora ya no. Ahora, asustados, piden ayuda al estado, cínicos, y el estado que es suyo se la prestará.
Hay que enderezar la economía, las finanzas. Para ello, las viudas, los jubilados, los pobres de solemnidad, los sin papeles que se aprieten el cinturón, la patria está en peligro, acudid a salvarla. Cunde el miedo, el capitalismo un fracaso, y el miedo a que se cumpla la predicción de Karl Marx, la de su fin, cunde. Ahora un ministro dice que ha sido la avaricia de los financieros la causa del desastre. Pero si la codicia, la avaricia, o como se llame al lucro desbocado es el cuerpo y alma del capitalismo. Si la economía de mercado se sustenta en la pobreza de 900 millones de pobres, despojados de sus minas, de sus árboles, de su petróleo, sin que nadie lo remedie.
Acabo con un grafiti leído en las murallas de León, al pie de donde murió en «olor de ebriedad», el santo laico Genarín, y que hoy me parece una premonición: «Viva el mal, viva el capitalismo». No era inocente la mano que lo escribió.