Anjel Ordóñez Periodista
Lo peor aún está de camino
De entre los pecados capitales, la avaricia siempre ha disfrutado de un discreto segundo plano, aun en las conciencias más estrictas. En el fondo, todos codiciamos algo y nunca resulta demasiado difícil encontrar una excusa apropiada para lubricar conductas poco acordes con la ética individual y social. Terreno abonado. Sólo restaba plantar la semilla del consumismo, estercolar con generosas dosis de especulación, regar sin miedo con baldes de neoliberalismo concentrado y dejar crecer al sol indolente del estado, para cosechar una hermosa crisis financiera global como la que ahora disfrutamos.
Así las cosas, los mercados de medio mundo tiemblan ante cada nuevo empellón de la crisis, que ya ha cumplido un año y se cría con saludable energía. Los bancos que comerciaron con hipotecas de riesgo y demás quincalla financiera son víctimas de su desmedida avaricia, y de un sistema en el que la trampa era la ley y el mayor fulero el rey. Ahora es el estado -el mismo que Milton Friedman repudió para convertirse en nobelado padre putativo del neoliberalismo y el capitalismo laissez faire- el que acude a sacar las castañas del incendio. Los bancos centrales inyectan miles de millones de inocentes eurodólares en el mercado, los gobiernos nacionalizan bancos para salvarlos de la quiebra y yo sólo veo a un niño que, cubo de arena en mano, trata de secar el abismo marino.
Pero lo peor del cuento está por venir. Mientras los más cándidos dormíamos tranquilos, pensando que la chapuza afectaba exclusivamente a los mercados financieros y que la banca tradicional estaba vacunada, vino Solbes a despertarnos. Sin que nadie se lo preguntara, el ministro económico español nos ha salido con que nuestros ahorros están a salvo porque la banca ibérica goza de una salud de toro. Personalmente, mis ahorros me preocupan lo mismo que la suerte de la madre de Bambi; tan reales son los unos como la otra. Pero cuando semejante personaje, motu proprio, salta a la palestra para tranquilizar al personal, a mí los pelos se me ponen como escarpias. Ya lo dijo el clásico, excusatio non petita...