Podríamos ver el cierre de miles de negocios, la pérdida de millones de empleos, a lo que seguiría una dolorosa recesión». Con estas palabras, el senador y candidato demócrata a la presidencia de los Estados Unidos, Barack Obama, justificaba ayer su voto favorable al plan Bush de rescate financiero, el de los 700.000 millones de dólares. Tras la bofetada recibida en el Congreso, donde una amplia mayoría de representantes se opuso a pagar con dinero público la cuenta del opulento banquete que durante años se ha estado dando la banca financiera, los patrocinadores del plan han optado por la vieja estrategia de asustar a los borregos con el bocado del lobo y, al menos de momento, les ha dado resultado con la aprobación senatorial. Falta por ver si los pastores consiguen devolver al redil al ganado díscolo del Congreso.

Por eso, se esfuerzan por edulcorar el plan con medidas «populares» como la reducción de impuestos, la ampliación de la protección para los depósitos bancarios y la limitación de los lascivos sueldos de los altos ejecutivos de Wall Street. Es, ante todo, una vasta operación de imagen dirigida a encauzar la opinión pública, a proporcionar un seguro de vida a los congresistas que antes votaron contra un plan impopular presiona- dos por el miedo a perder apoyo electoral y que ahora están llamados a cambiar su voto para garantizar el futuro de la «gran nación americana».