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Antonio Alvarez-Solís periodista

¿Agua corriente o agua pantanosa?

El plan Bush para afrontar la crisis financiera es objeto de análisis del autor, que advierte de que las inyecciones millonarias de dinero previstas sólo pretenden aplicar un torniquete a la «hemorragia financiera» y «salvar de la ruina la economía de la especulación bolsista», pero no servirán para reactivar ni reconstruir la muy debilitada economía real.

Lo que más inquieta a ciertos ciudadanos que, como yo, bebemos agua de arroyo, es el increíble cambio de volumen que ha sufrido para su aprobación el texto del llamado Plan Bush para rescatar de la ruina al mundo financiero. El fracasado proyecto original, redactado por el secretario del Tesoro estadounidense, ocupaba tres folios; el texto aprobado por fin en el Senado norteamericano se contiene en 451 páginas ¿Qué ha sucedido para este vertiginoso crecimiento del papel que ha sido por fin adoptado? Decía el conde de Romanones que toda ley que exceda de dos cuartillas está destinada a no cumplirse. Es posible que el ilustre zorro tuviera razón. La experiencia demuestra que cuando las leyes se multiplican y se hacen arbóreas tienen dos propósitos fundamentales: evitar que la ciudadanía se entere debidamente de lo que se ha acordado por los políticos y sus expertos, y facilitar a los redactores del plan la construcción de oscuros recovecos de endiablado tránsito para reacomodar los mismos e inmorales propósitos que produjeron la catástrofe.

El Plan Bush resulta de una calculada y perversa ambigüedad. Los dirigentes americanos, agrupados en ese magma político, militar y financiero que ha acabado por herir mortalmente a «su» democracia, saben perfectamente que el plan tiene un único propósito esencial: salvar de la ruina la economía de la especulación bolsista. El plan no afecta apenas a la economía industrial o comercial que era propia del modo de producción burgués.

A estas alturas parece incuestionable que la burguesía, compuesta esencialmente de clases medias, ya no interesa. Las clases medias se han proletarizado y esta conclusión es válida aunque se vistan de Prada. Por tanto repito que el plan viene a constituir un tosco torniquete para detener la hemorragia financiera, que tiene su origen precisamente en el abandono que se ha hecho de la economía real o economía de cosas. El billón largo de dólares -que es mucho más que los setecientos mil millones previstos en un principio- quedará estancado en las grandes instituciones financieras y apenas correrá como agua libre y vivificadora por el sistema industrial o el consumo popular. Los bancos, o industria financiera, como se la llama significativamente, apenas pasarán unos cien mil millones a los pequeños empresarios y a la clase trabajadora, convertida hoy, merced a una manipulación lingüística y a las Semanas de Oro, en clase media. El resto de la inmensa cantidad, cuya liberación producirá además una conmoción sísmica en el estado, quedará en las cajas bancarias para enjugar el tsunami y volver a dinamizar la máquina especulativa. Debe tenerse en cuenta, acerca de este último aspecto de la cuestión, que ni siquiera se han diseñado las normas legales que hagan efectivos los retóricos propósitos de moralizar los comportamientos bancarios. Incluso en pequeños estados, como España, esas normas moralizadoras no han tenido eco alguno, lo que da pie a Madrid para hablar de que la banca española está básicamente saneada. Es decir, la inmoralidad de la banca española no ha sido siquiera puesta en cuestión aunque sus cimientos estén también horadados por una multitud de actividades irracionales.

El billón de dólares que el Gobierno americano ha de poner en marcha para absorber los activos tóxicos que ha producido la llamada libre competencia en el mercado financiero será agua estancada, y por tanto, contaminante. Algunos flecos alcanzarán a ciertos colectivos sociales a fin de decorar un poco la fachada, pero fundamentalmente ese dinero no reconstruirá la economía real que, según el mismo Fondo Monetario Internacional -cabeza, guarda y antemural del bárbaro neoliberalismo-, está abocada a una recesión esencial por quiebra del Sistema. Vale una frase de Bertrand Russell en torno a la ciencia moderna para resumir el horizonte económico-social que diviso desde mi modesto observatorio de anacoreta: «Pudiera suceder que toda sociedad científica (en este caso sociedad de expertos en nómina) fuese incapaz de estabilidad y que un retorno a la barbarie sea condición necesaria para la persistencia de la vida humana». Quiero aclarar que no comparto lo de «retorno a la barbarie» ya que el Sr. Russell, espíritu de club británico, parece entender por «barbarie» la reanimación cívica de las masas. No quiero caer en la habitual ucronía de creer barbarie la energía que, de una forma u otra, nazca de una ciudadanía que recupere el protagonismo creador de libertad real y democracia efectiva. Pero la citada frase del ilustre inglés viene a resumir el trance en que nos encontramos. El liberalismo ha muerto envenenado por su propia aventura.

Lo que queda por ver, además, en torno al Plan Bush, es cómo ese dinero salvador de la minoría corsaria -los que navegan bajo bandera legal para hacer piratería- va a movilizarse sin producir un déficit público absolutamente insoportable por las instituciones gubernamentales. Creo que el Plan Bush extiende el certificado de defunción del llamado Estado del Bienestar, ya que la sociedad no tiene ni remotamente el dinero suficiente para salvar corsarios y atender a la vez a las necesidades sociales. Siempre he creído que el déficit público era imprescindible para gobernar una colectividad en expansión, ya que el gobierno no se administra como un negocio de ultramarinos y coloniales. El superavit del Estado se consideraba en épocas más sensatas como sustancialmente escandaloso. Un presupuesto público o tiene obras por realizar para impulsar la vida del país, y para eso está la deuda pública o, de no ser así, ha de disminuir la carga impositiva. Por tanto, una cosa es un déficit orientado al crecimiento y, otra, un déficit colosal e inorgánico al servicio de quienes han convertido la economía en un medio de explotación paradójicamente autófago.

El Plan Bush es el gotero aplicado a un moribundo que circula por la inercia que le transmite el poder. Los dirigentes fácticos del mundo saben sólidamente que su máquina ya no funciona y que no pueden hilvanar una alternativa a su medida dentro del Sistema. En consecuencia, su política será la de quemar las últimas reservas sociales en una imposible sobrevivencia.

Ahora vendrá el retorno de la ola, mucho más grave. Los bancos negarán el volumen necesario de crédito para atender las reclamaciones de la economía real. Dirán que ha de extremarse el celo en la atención a presuntos acreedores y filtrarlos con dura consideración del posible riesgo que generen. Todos los grandes prestímanos que han dinamitado el mundo financiero en busca de la gran pepita de oro pretenderán en adelante dar un ejemplo de equilibrio y sobriedad, pero ¿a costa de quién y de qué? Incluso es posible que ofrezcan un manto a alguna virgen vaticana para demostrar los piadosos vínculos que hay entre las finanzas y la catedral.

Pero ¿de dónde saldrá el dinero para devolverlo a quienes lo han aportado, vía impuestos, desde la agonía de sus discretos negocios o de sus salarios? Las lecciones de cualquier tratado clásico de economía decían siempre en su inicio que el dinero es un caudal limitado y que aquello que se gasta en cañones hay que ahorrarlo en mantequilla. Recordaré siempre el primer diagrama del texto académico del Sr. Samuelson. Es posible que el tratado de economía política del Sr. Samuelson ya no esté de moda, pero resultaba de una sencillez magnífica y honrada. Mientras el mundo burgués respetó más o menos esas enseñanzas prudentes se sostuvo con esplendidez. Pero como tantos mundos, llevaba en sí la lombriz que trabajaba secreta y patológicamente en su sistema digestivo. Y esa lombriz es la que ahora ha producido la gran diarrea.

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