Mirándolo con perspectiva -y a falta de conocer todos los datos sobre el periodo en que estuvieron secuestrados y lo ocurrido en el Palacio de La Cumbre-, el caso de Lasa y Zabala ha quedado como el más macabro de los GAL, pero también como la excepción a la norma. Pudo ser juzgado y condenado, aunque fuera muchos años más tarde.

En realidad, que el caso llegara al juicio oral resultó auténticamente milagroso en vista de cómo imperó la «ley del silencio» desde la desaparición de 1983 hasta la condena de 2000. Hicieron falta un cúmulo de actitudes valientes, y también de casualidades: unos restos que no desaparecieron, un forense tozudo, un comisario con memoria, una guerra de intereses en el seno del Estado, algunos testigos resabiados, un juez sin temor, y, por supuesto, la perseverancia de dos familias y la eficacia de sus abogados.

Y es que la omertá afectó a todas las partes. El primer juez encargado del caso, Carlos Bueren, prefirió marcharse de la Audiencia Nacional a un bufete de abogados. Su sucesor, Javier Gómez de Liaño, sí afrontó las presiones y logró conformar un sumario de 46 tomos, 13.389 folios, nueve piezas separadas, tres más relativas a testigos protegidos y una sobre análisis bancarios. El 23 de abril de 1998 lo cerró afirmando que «una frondosa y negra espesura de silencios y complicidades impide llegar más allá».

Secuestrado y violado

Como botón de muestra más claro quedó el testigo denominado 1964-S, un militar que tuvo conocimiento indirecto de los hechos y tras revelárselo al juez fue secuestrado durante unas horas en 1996. Apareció tirado en una playa de Cádiz, con desgarros anales y quemaduras en la espalda. Le habían metido en la boca el auto de Gómez de Liaño que le otorgaba la condición de testigo protegido.

Las presiones siguieron hasta en los pasillos de la Audiencia Nacional, según denunció Tele5. Varios guardias civiles explicaron en la vista que habían sido amenazados... o ni siquiera se atrevieron a eso. Las retractaciones fueron la norma habitual. Entre ellas estuvo la del condenado Felipe Bayo, que años antes hizo una confesión decisiva en la que llegó a elaborar un croquis certero del interior del Palacio de La Cumbre. En el juicio lo negó todo, como el resto de los acusados y como casi todos los testigos.

Incluso la que entonces era número dos del Ministerio de Interior, Margarita Robles, admitió en la sala que la investigación había sido tortuosa. Robles sufrió el desplante de Galindo en una visita a Intxaurrondo. A Galindo le colocaron el fajín de general en vísperas del juicio, lo que suponía todo un sopapo a la autoridad judicial que no evitó que fuera condenado finalmente.

Los abogados de la acusación tampoco se libraron. En una de las diligencias realizada en el despacho del juez Gómez de Liaño, el guardia civil Felipe Bayo Leal se abalanzó contra Iñigo Iruin en dos ocasiones con la intención de agredirle. Bayo arrojó al suelo la máquina de escribir del magistrado.