El drama de la emigración
Nouadhibou, entre el negocio y la muerte
Piraguas cargadas de emigrantes parten todas las semanas de Mauritania hacia Canarias y «eso va a a seguir», aseguran en el puerto de Nouadhibou, donde «todo el mundo se ha metido en el negocio de la inmigración», desde gendarmes a vendedores de pescado. Un negocio que deja un largo rastro de sueños truncados y amigos muertos en el mar.
Laurence BOUTREAUX
Los europeos quieren poner freno a la emigración clandestina pero no va a ser posible en absoluto», constata desde el anonimato un joven que ayuda a quieren emigrar salir del país de forma irregular de la ciudad portuaria de Nouadhibou, en el extremo norte de la costa mauritana, unos días antes de que la cumbre de Bruselas ratificara el «pacto europeo sobre la inmigración».
«La represión no va a cambiar nada. Es tal la corrupción que tú puedes salir (al mar) cuando quieras, donde quieras. Es realmente fácil corromper a los gendarmes puesto que ya son corruptos», señala el joven de aspecto acomodado.
Para él, como para los trabajadores humanitarios mauritanos y extranjeros que prefieren mantenerse en el anonimato, «si en el último año han sido menos los cayucos que han partido desde aquí no ha sido por la vigilancia, sino porque existe una crisis de confianza, como en la economía internacional. Los emigrantes temen ser estafados y no entregan tan fácilmente su dinero a quienes les ayudan a cruzar la frontera».
«Hace no mucho, en 2006, todo el mundo se metió en el negocio de la inmigración: los gendarmes, los policías, los vendedores de pescado...», explica el joven, «pero mucha gente recibió el dinero (de los emigrantes) y se lo comió, y así comenzó la crisis». Aunque prevé que «en cuanto vuelva la confianza, miles de emigrantes se van a ir».
También el sacerdote nigeriano Jérôme Otitoyoimo Dukiya, que atiende a los inmigrantes que llegan a Nouadhibou a «informarse, formarse y quedarse» en la misión católica de la ciudad, constata que los cayucos «siguen y van a seguir» zarpando.
«Siempre hay gente que quiere irse a toda costa. Las nuevas leyes y políticas europeas... ¡eso no les dice nada! Cada uno busca la mejor forma de salir y cada uno piensa que va a encontrar su lugar», afirma. En los dos pequeños cementerios de la misión ha enterrado en seis años a decenas de africanos muertos en el mar. «Los `pasadores de fronteras' se aprovechan de los emigrantes, la Policía se aprovecha de ellos, los patronos se aprovechan de ellos...», sostiene el religioso.
Bautizada como «Guantanamito» por los habitantes de Nouadhibou, una antigua escuela de la ciudad sirve desde 2006 de centro de retención. Allí encierran a los extranjeros sospechosos de haber intentado emigrar de forma irregular, antes de expulsarlos hacia Senegal o Mali.
A unos centenares de metros de la bahía desde donde salen los cayucos, Issa asegura ganar 2.000 ouguiyas (unos 6 euros) trabajando «de seis de la mañana a medianoche» en el secado de pescado. Este guineano de 32 años alcanzó una vez las costas marroquíes, pero no quiere recordar aquel viaje.
A su lado, varios malienses recortan las aletas de tiburón que serán exportadas hacia Hong Kong o ponen a secar al sol el pescado que se destinará al mercado nigeriano.
«Si gano suficiente, regresaré a Mali», afirma un joven de 24 años que ha pasado los tres últimos en Nouadhibou. Pero tras oírle, su patrón cree que debe corregirle y añade que «todos trabajan para irse a Europa».
«La última batalla»
Es cierto que el ritmo de partida de cayucos desde Nouadhibou ha descendido, pero la labor de muchos permite que todavía sigan saliendo embarcaciones, muchas en precario estado, repletas de emigrantes.
Por la noche, los emigrantes listos para embarcar se deslizan en el cuchitril empapelado con periódicos de una conocida persona que se dedica a reunir rgrupos de africanos emigrantes y con él, en sus literas, cuentan los 150.000 ouguiyas (500 euros) solicitados por una travesía.
«Ésta es mi última batalla», asegura el hombre de unos cincuenta años exhibiendo orgullosamente, como si hubiera realizado un acto de valentía, un listado del 2 de octubre en el que se recogen doce nombres y doce veces la cifra 150.000.
Se lamenta de que Nouadhibou ya no es como antes, «ya no es como hace tres años», cuando «se pagaba a los gendarmes entre 200.000 (660 euros) y 300.000 ouguiyas (1.000 euros) para que dejaran partir a los cayucos. Ahora se le dan a su jefe hasta 800.000 ouguiyas (2.660 euros)».
Añade, además, que «antes los clientes venían a buscarnos, ahora somos nosotros los que tenemos que buscar clientes. Hay mucha competencia... y mucho miedo de ser estafados por los `pasadores de fronteras' que se quedan con el dinero sin sacar de aquí a la gente». «Pagan embarcaciones que no son buenas y no pueden ir lejos o le dicen al capitán: Toma esta gente, llévala a dar una pequeña vuelta y vuelve de nuevo», prosigue.
Él afirma que desde que comenzó a participar en este negocio, en 2005, sólo dos personas de sus grupos han muerto en el mar, «quizá estaban cansados», dice.
Sin embargo, la inmigración irregular desde África a Europa está dejando un reguero de muertes. Quienes fallaron en su intento de llegar al Viejo Continente sobreviven, desamparados en Nouadhibou, con el recuerdo de sus «amigos muertos en el mar».
El joven de 26 Djibril, de Costa de Marfil, recuerda que llegó hace dos años a la ciudad portuaria con intención de viajar a Canarias, pero tuvo que escapar de los gendarmes justo en el momento de embarcar. Desde entonces ha desempeñado todo tipo de trabajos para salir adelante.
Este joven de mirada penetrante y asustada cuenta las travesías que no ha podido realizar... «Este año, muchos amigos han muerto en el mar. Hay embarcaciones que se pierden, que se quedan semanas a la deriva y cuando no queda nada que comer tienes que proteger tus manos, porque la gente puede mordértelas del hambre que pasa. Hay quienes incluso han comido madera», señala.
Pero no es sólo el hambre, dice Djibril que también se enfrenta a «seres sobrenaturales con apariencia de mujer» que se les han aparecido a los supervivientes. «¡Si les dices tu verdadero nombre, el mar se convierte en tierra y tienes ganas de saltar!», asegura.
El guineano Seyllou, de 19 años, lo corrobora con calma. «No es un delirio lo que dice, gente de tres o cuatro piraguas nos lo ha dicho». Con un rostro aún infantil, se embarcó una sola vez, en 2006, pero su cayuco quedó a la deriva y arribó en las costas marroquíes. Ahora piensa en volver a Guinea, pero duda entre el recuerdo de un guineano de 16 años muerto de agotamiento tras una travesía y la de otro que ahora vive en Barcelona.
Cuando los emigrantes se reúnen, en sus discusiones sopesan bien los peligros: «cuando detienen emigrantes, los marroquíes los dejan en la frontera, en el desierto. Es necesario andar mucho y a mí no me gusta mucho andar», afirma Seyllou. Y añade que lo que más le desalentó fue saber de la muerte, a finales de 2007, de cinco jóvenes cameruneses a los que conocía bien, «nos dijeron que su embarcación estuvo a la deriva durante quince días, que sólo sobrevivieron siete de las 130 personas embarcadas».
En marzo Seyllou vendió su televisor y dio 700 euros a un quien debía ayudarle a salir del país. La travesía se canceló y regresó. Bloqueado, con su pasaporte «vendido», espera que esa persona quiera devolverle el dinero: «quiere que le lleve a otro o que yo mismo vuelva a intentarlo, pero para que te salga bien hay intentarlo al menos mil veces».
Médicos del Mundo ha denunciado esta misma semana en Nouadhibou que militares marroquíes abandonaron de nuevo en setiembre a grupos de emigrantes africanos en una zona minada del desierto, entre Sahara Occidental y Mauritania. «Una persona murió al pisar una mina, pero su cadáver no fue encontrado», aseguró Beatriz Relinque, coordinadora de la ONG en Mauritania.
«Los militares marroquíes llevan a los emigrantes malienses y senegaleses, que son los más numerosos, a Dakhla (localidad saharaui bajo control marroquí) para su repatriación en avión, pero abandonan a los de otras nacionalidades en esta zona desértica minada -explicó-. Les dan una botella de agua, una lata de sardinas y pan y los dejan diciéndoles que se dirijan hacia Mauritania».
La ONG fue advertida entre el 7 y el 20 de setiembre de que había grupos de emigrantes en una zona desértica conocida como Kandahar, un total de 48 personas de Ghana, Burkina Fasso, Sudán, Somalia y Congo.