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La artimaña de la globalización

Según el autor, la globalización se ha mostrado como una forma de neocolonialismo dirigido por una potencia imperial y, tras evidenciar las consecuencias de la misma, tales como la corrupción de la democracia y de la libertad, preconiza «regresar a las naciones sin contaminar por lo estatal», convencido de la capacidad de evolución y poder de lo múltiple.

Antonio ÁLVAREZ SOLÍS

Periodista

Uno de los dogmas que la presente y dura crisis mundial ha liquidado es la globalización y todo el sistema de razón, o más bien de razones, que comporta. Obviamente entiendo por crisis su significación clásica de conclusión final de un proceso, en este caso con la dramática destrucción de pretendidos valores morales y de actividad económica. El pregonado advenimiento de una cultura universal, o al menos de una civilización común liberadora -es decir, de un mundo integrado- ha demostrado su falsedad con los recientes y gravísimos acontecimientos mundiales, tanto de carácter financiero como económico y social, que han mostrado la globalización como una forma vulgar y muy dolorosa de neocolonialismo dirigido por la potencia imperial y por las naciones con poder delegado que giran en su órbita. Fracasado el colonialismo formal del sistema liberal-burgués, o colonialismo territorial, ante los movimientos de liberación nacional, se promovió este colonialismo que hoy naufraga como una atractiva oferta de participación general en los valores adoptados por el gran centro de decisión. La revolución desde arriba. Para ello se habilitó el dogma de la globalización, ofrecido bajo capa de la adhesión voluntaria. El colonialismo se hizo con ello menos visible y mucho más activo. Incluso más sangriento mediante guerras inducidas por la potencia que protagoniza el liderazgo y participadas por un turbión de estados cuyos dirigentes y clases directivas se arrodillan en el comulgatorio norteamericano. La globalización se reduce así a una dominación que introduce un nuevo factor en el hecho colonial: el de la autoservidumbre o servidumbre complacida. La maniobra se protege con la afirmación apodíctica de que no hay más que un único camino para alcanzar el futuro si se quiere residir fructuosamente en la gran comunidad internacional.

De la globalización se desprenden una serie de consecuencias que han arruinado en muchos casos la capacidad de renovación nacional así como la posibilidad de que los pueblos afirmen y desarrollen su propia personalidad al tributar sus capas sociales dirigentes a la dogmática globalizadora. Es más, la absorción de la personalidad de esos pueblos por la potencia que gobierna el proceso globalizador los deja inanes e indefensos tanto en lo espiritual como en el terreno de la tecnología y de la producción material. Lo que parece indudable, pues, es que la globalización no produce una cultura única ni concede acceso al gran club de los poderosos sino que subordina en todos los terrenos a la cultura dominante.

La primera y más perjudicial consecuencia de la globalización es la corrupción de la democracia, que pasa de ser, al menos hasta cierto punto, un fenómeno horizontal para convertirse en una sumisión vertical. Ahora que personajes tan volátiles como el presidente francés pretenden «refundar» la democracia, ha de advertirse que no hay rescate posible de formas políticas en el marco globalizador. La potencia dominante sabe perfectamente que la principal captura lograda por ella es precisamente la de la democracia liberal para convertirla en actitudes puramente formales. La aportación de Francis Fukuyama en este sentido ha sido determinante: la evolución tanto social como ideológica ha consumado su tránsito y el resultado final lo encarna un poderoso estado y una única sociedad que poseen la clave de la vida.

La segunda y peligrosa consecuencia de la globalización está en la corrupción de la libertad, que queda convertida en una dinámica de rígidas aceptaciones o contrato de adhesión. Esto último supone reducir a la casi totalidad de los pueblos a una dependencia férrea en los terrenos de la soberanía ya sea económica o política. Ni siquiera escapa al control globalizador la tan repetida I+D, ya que todo lo novedoso, sobre todo si es importante, es absorbido rápidamente por la gran potencia que dirige el mundo globalizado. Las novedades posibles son uncidas al yugo económico de esa gran potencia o son convertidas en iniciativas peligrosas para el equilibrio y la paz mundiales. Innovar al margen del proceso globalizador conduce en no pocas ocasiones al encontronazo bélico o al repudio. Innovar soslayando el poder globalizador es un acto juzgado fácilmente como terrorista, como es terrorismo toda protesta o acción encaminada a conseguir unas determinadas libertades fuera del ámbito controlado. Es delito toda pretensión que se hurte al gran poder.

La globalización persigue, aunque inútilmente, recluir a la humanidad en un gran campo de concentración custodiado por ángeles blasfemos. El río de sangre que circula en torno al mundo refleja esa brutalidad de los grandes dirigentes. Una sangría que revela al mismo tiempo la voluntad de dominio y la incapacidad de conseguirlo en plenitud. La justicia y la libertad son ideas platónicas que no pueden ahormarse con leyes perversas ni con armas embrazadas por el crimen supuestamente legal. Las ideas profundas de la libertad o de la justicia residen en campos que la humanidad ha labrado en el espíritu indestructible.

La crisis actual, que ha herido a la globalización en la misma médula, es fruto de un quehacer financiero y político contra natura, si no fuera tan peligroso usar esta expresión en una sociedad donde los grandes dominantes han degrado a dogma elemental y absurdo, a disparate metafísico, a retórica antimoderna la posibilidad de «hacer» alma, como quiere Hillman. Porque el alma de cada pueblo la ha hecho cada pueblo en el curso de una dialéctica donde uno se construye a sí mismo en concurso con los demás que caminan como nación en idéntica aventura. La riqueza se ha vuelto perversa y destructiva porque ha negado, en boca de los poderosos, que se debe a las ciudadanías que nacieron y se desarrollaron al margen de dañinos procesos globalizadotes.

Amanece ahora, entre sangre y truenos, la desglobalización. Los pueblos empiezan a regresar hacia sí mismos. Saben, al margen de la barahunda del perverso «modernismo» de botellón, que adviene la época en que los estados policiacos -de múltiple policía sobre los seres, las ideas, los valores y las riquezas- han llegado al final de su camino a pesar de las leyes prevaricadoras, de las armas sin derecho y del dédalo de los partidos que los alimentan y protegen. No hay que refundar nada; hay que fundar. No hay que darle la vuelta al viejo manto sino estrenar manto nuevo. La universalidad que se precisa en el viejo y ya chico planeta que habitamos ha de brotar de la concordia de los pueblos libres en que cada cual pueda vivir del otro y hacerlo vivir al mismo tiempo. En eso consiste la paz y no en la quietud mortecina que proclaman quienes defienden una inmovilidad que ampara sus acciones perversas.

La globalización nos asfixia. Tendremos que regresar a lo abarcablemente humano. A las naciones sin contaminar por lo estatal. A la economía coherente en que la creación, la producción, el trabajo y el consumo se entiendan como lados de un poliedro sólido y lógico. Sí, habrá que recuperar la igualdad con los demás pueblos, en los que respetemos sus tradiciones, su trabajo y su comercio libre y noble. Desde luego, su cultura. Y su capacidad de ser.

Habrá que renunciar a la creencia en globalizaciones elaboradas en los laboratorios del poder y retornar a la creencia en la evolución y el poder de lo múltiple. No creo que la emergencia de los epígonos -como son los Sarkozi, las Merkel, los Berlusconi, los Blair o los Bush- nos lleve a ningún paraíso. Ya hemos visto que ese paraíso precisa una limpieza municipal, con escobón y pala de dientes.

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