Pablo Antoñana escritor
Varas de medir
La historia está jalonada de ejemplos que sostienen la afirmación del autor del artículo: nunca ha habido una única vara de medir, un único rasero. Lo nobles no pagaban tributos y no podían ser objeto de torturas por parte de la Inquisición. «Sólo se daba tormento a gente orillada», dice Antoñana. La discriminación de la vara y el rasero se ha perpetuado hasta nuestros días, y hoy la presunción de inocencia protege a los herederos de aquellos nobles y se esfuma para los del «entorno».
Cuando nos mandaba el general, se escribía en clave, se leía entre líneas, y había que ser experto en descifrarlas, éramos buenos entendedores de los mensajes crípticos, lo confuso expresado con medias palabras, en letra pequeña y su sitio era algún rincón perdido del periódico. Algo de esto, de aquí a poco, nos veremos obligados enseguida a hacer con nuestros escritos, pues tal como van las cosas, el llamar al pan pan y al vino vino tendrá consecuencias. Ya dijo Quevedo: «La verdad sólo perjudica a quien la dice», aunque ya Jesús de Nazaret se adelantó con: «La verdad os hará libres». Y Pilatos preguntó a Jesús «qué es la verdad», una pregunta sin respuesta, pues parece que es, con la justicia, concepto abstracto, de aplicación arbitraria. El casuismo jesuítico, un ejemplo. Y tal ha sido la ambigüedad, el sí pero no, que la decepción, la desconfianza, la demolición del sentido crítico, el despego, socorrió a la gente de a pie.
En tiempos, la vara de medir, en las tiendas de telas, era tramposa, el rasero también embustero, y tanto la vara como el rasero se incrustaron en el idioma como expresión cabal del engaño. Siempre fue así, lo sabemos, pues para los nobles no había obligación de pagar tributos, exentos de leva al servicio del rey, entonces no existía la patria, y si iban de enganche era siempre con rango de oficiales, empleo militar negado a la gente de a pie. No se les podía torturar, (ahora a quienes les sucedieron en el goce del poder, tampoco) y la Inquisición o Tribunal del Santo Oficio sólo daba tormento a gente orillada, no se les exigía testigos, pues sólo su palabra valía, tenían fuero, o privilegio, como los militares o los eclesiásticos.
La Ilustración y luego la Revolución francesa quisieron corregir el abuso y se proclamó la Declaración de los Derechos Humanos, adoptada en nuestros días por la ONU, que, como bien se sabe, es papel mojado, de aplicación ninguna en muchos países que se precian de civilizados y demócratas del ancho mundo. Las varas de medir distintas, el rasero no se pasa con el mismo rigor y la justicia un deseo fallido, acogido a una de las Bienaventuranzas: «Bienaventurados los perseguidos por la justicia». Es decir, en tiempos de Cristo ya no había justicia, y hoy tampoco. Las cárceles llenas de gente orillada, los marginales, los obligados a malvivir; en cambio la otra gente, la del guante blanco, los que prevaricaron, malversaron, hicieron desfalco, encuentran quien abogue por ellos y descubra rincones perdidos de la ley que les conceden la indulgencia de la prescripción, el fuera de plazo y no pasan el rastrillo de la prisión.
La presunción de inocencia, una vulneración del rasero, aplicación de dos varas de medir. La justicia definida por la Real Academia Española como «virtud cardinal que inclina a dar a cada uno lo suyo», vulnerada. Cogen al banquero falsificador, al narcotraficante con las manos en la masa, al violador confeso, al ladrón de objetos de iglesia (reciente es el caso de los clavos de la iglesia de Sesma, o los objetos de culto en una casa de Sartaguda, o el expolio de unos residentes en Fustiñana y Castejón) y merecen el respeto de la «presunción» y no aparecen en la prensa sus nombres enteros, únicamente las iniciales, M.P., varón, de 45 años de edad; S. L., varón, de 28 años, de etnia gitana. No se les aplica la prisión preventiva, ni la incomunicación de las 72 horas, o la prórroga hasta las 120, que quedan reservadas a los del «entorno».
La ley es la ley, y además sagrada. Respeto no concedido también merecen los cogidos en las redadas recientes en Iruñea, los de la «cale barroca», como dicen los de Madrid, sacados para escarnio en los periódicos, con nombres y apellidos, y fotos incluidas, para que haya clara constancia y con ello pregonada su identificación, como los wanted del Oeste y ya con acusación sin sentencia sustanciada antes de entrar en el furgón policial. Tres días de retención en comisaría y son ya «condenados» a prisión incondicional a la espera del juicio que llegará tarde, y quizá con exculpación y declaración de inocencia. Quemar un contenedor en Iruñea se pena con cárcel, quemarlo en cualquier pueblo de Valencia, pongo por caso, en noches de botellón, se considera gamberrada. Se añaden, cambian, retocan las leyes para cercenar más la libertad en beneficio de la seguridad. Instalan «ojos mecánicos» en las esquinas, y sofisticadas «orejas» también mecánicas, para seguir nuestros pasos, captar la intimidad de nuestras voces, y hacernos culpables de algo, no sabemos qué, sí de nuestra disidencia.
Los responsables del cataclismo universal, (el capitalismo puro y duro su promotor), que estos días padecemos, son gente de Banca o de finanzas, constructores que empezaron con el librillo de «Cuentas ajustadas», con yate, avión privado, mansiones de lujo, «mujer escondida», que ayer mismo, pocos meses para atrás solemnemente alardeaban de beneficios millonarios, pertenecían a catorce consejos de administración por los que cobraban miles de euros, se jubilaban con tres mil millones de euros, «privatizaban ganancias» y ahora pretenden «socializar pérdidas». Dónde están escondidos ellos y los ahorros que les prestaron millones de gentes y de los que dispusieron como suyos, para el despilfarro y el lujo, dónde. No los busquen pues no los encontrarán, en las Bahamas, en el principado de Mónaco, o quizá en ningún sitio sino en su cámara blindada en el sótano de su residencia.
Y sus voces ahora asustadas, como ulular de lobo, llegan a los gobiernos que las atienden y les prestan millonadas, que es oxígeno para que, una vez convalecidos de sus heridas, vuelvan a expoliarnos, con las mismas mañas y manejos que tuvieron y retuvieran. Volverán con sus descaros, sus yates, sus acciones blindadas, sus «mujeres escondidas», sus beneficios millonarios, en desafío provocador al pronóstico de Karl Marx: «El capitalismo se autodestruirá». No, el capitalismo cuyos cimientos son la codicia y la explotación de almas, territorios, países, bosques, minas de las que se apropian, resucitará, no cabe duda. Vendrá con otra capa de prestidigitador, pero vendrá y los gobiernos lo mimarán, y seguirá descuidada la sanidad, la enseñanza pública -no la privada, ojo-, la vivienda social, el trabajo digno. No se ocuparon de vigilar a quienes ahora dicen no saber dónde está el dinero, como si un mago mañoso lo hubiera escamoteado bajo sus ropajes extravagantes; gozarán de los mismos privilegios, se promulgarán leyes que les beneficien y no les dañen y no entrarán en la jaula de la cárcel. Dónde está el dinero, dónde, sólo podrá responder «el maestro armero».
Los beneficios penitenciarios de los que se benefician los presos comunes no corresponden a los políticos, es que todos son comunes. No es igual el trato para todos los detenidos. Ahí está la incomunicación denunciada por el Relator Especial de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos y la Lucha Antiterrorista, Dr. Martin Scheinin, que pidió la «erradicación del régimen de incomunicación previsto en la legislación española para los detenidos por terrorismo». Este régimen es «asunto inquietante», ha dicho. Ya en 2004, el Relator entonces de las Naciones Unidas, Teo Van Boven, dijo: «y no puede considerarse una invención las denuncias de malos tratos realizados a personas acusadas de terrorismo en España».
Dos varas de medir, dos raseros, dos síntesis del mundo de los humanos, distintas, la justicia y su expresión concreta elucubración, un deseo incumplido.