Tomás Trifol profesor y licenciado en Ciencias Humanas
Europa ya hace tiempo que lo sabe
Ninguna persona o estamento culturalmente solvente ignora el hecho de que Euskal Herria, esa entidad cultural, humana y también política, lleva casi dos siglos sin interrupción reclamando el derecho a constituirse en un Estado, en una forma de estar y existir, para la salvaguardia y desarrollo en libertad de su propia nacionalidad. Como el resto de las naciones o estados del Planeta.
Desde que empezó ya hace siglo y medio ese caminar hacia la conservación de su ser y de su estar, ha sido reiteradamente obstaculizada por todos los medios políticos y militares. Aquellas conflagraciones de intereses diversos de los siglos XIX y XX y de nacionalismos de estado donde la gran nación con toda clase de imposiciones políticas y militares iba fraguando la España real de nuestros días, fue minando el ser y el estar de los vascos y de otros pueblos o nacionalidades peninsulares.
El hecho real es que desde las nuevas disposiciones nacionalistas de la revolución francesa y desde la pérdida de los Fueros Vascongados y de Nafarroa o incluso desde los abusos y contrafueros anteriores a la pérdida de éstos, se van invirtiendo los términos en los porcentajes de los ciudadanos de lengua vasca. De representar casi el 70% se pasa a ese 30% de nuestros días. Es decir, en cinco generaciones el vuelco en la nacionalidad es abismal, constituyendo sin duda los últimos cincuenta años, tanto en España como en Francia, un delito contra la humanidad, agravado en el caso de Francia por tener un sistema democrático inexistente en España en esa época.
Traficar con negros siempre fue un delito contra la humanidad, hubiera o no hubiera tolerancia del poder. Destruir nacionalidades también.
¿Qué términos emplearía pues el Gran Hermano para expresar causas y desasosiegos si a esos ciudadanos de la España hispanohablante les hubiera comido la lengua... el gato?
¿Que sería de esa Francia tan amada si en estos nuestros días el setenta por ciento de sus ciudadanos a base de jarabe de palo, epístola tecno-mediática y, por supuesto, en contra de su voluntad, les hubieran olvidado su francés en poco menos de dos generaciones como es el caso del euskara en Iparralde?
En el imaginario popular teledirigido de historia novelada de muchos ciudadanos de estos dos estados europeos, a los vascos, a los catalanes, a los gallegos y a otros sus lenguas y nacionalidades les fueron desapareciendo pues porque sí, por la fuerza de las circunstancias, por el devenir de la modernidad vorágine, es decir, que se las comió el gato.
Siguen tergiversando la verdad a los ciudadanos y no tienen ningún propósito de la enmienda.
Pero estamos dirigiéndonos a estamentos culturalmente solventes, que deben tener objetivamente en cuenta los hechos acaecidos, es decir, que conocen la sociología lingüística y de las nacionalidades, saben de sobra que las lenguas y las nacionalidades que las cobijan, por muy pequeñas que sean aquéllas en extensión, no se las come el gato si tienen un estatus social protegido por unas leyes que por lo menos en esos campos son soberanas aunque no posean un estado independiente.
Así que el gato no se ha comido la lengua de los islandeses, ni de los noruegos, ni tampoco la de los franco-suizos, ni la de los flamencos del Brabante.
Si el lingüista Max Weinreich decía con sorna que la diferencia entre dialecto y lengua era que éstas tenían fuerzas armadas y los dialectos carecían de ellas, habría que haberle añadido que las lenguas que no tienen alguna forma de estado propio son como una casa sin tejado, no resistirán en pie mucho tiempo, ni ellas ni tampoco sus nacionalidades.
Las lenguas, durante cientos de años, han formado y desarrollado las nacionalidades del planeta. Junto con la historia, el clima, la economía, la política, la geografía, etcétera, han conformado ese sentido de pertenencia a una sociedad concreta.
Hoy por hoy ninguna nación de la Tierra está todavía dispuesta a suicidarse en aras de la nueva patria planetaria. Nadie quiere ver diluida su propia identidad ni lingüística ni culturalmente, y ponerse en vías de desaparición como pueblo diferenciado. Quizás sea un enorme error, pero si nadie está dispuesto a hacerlo por métodos expeditivos, aquéllos que no lo están y practican la política expeditiva de la glotofagia y por ende la culturofagia contra terceros van en contra de los derechos humanos, en contra de la pretendida Europa de las libertades y, por supuesto, en contra de la democracia.
En un mundo en el que el derecho primase sobre todos los demás intereses, no se admitiría de iure que los pueblos y naciones pequeñas se desintegrasen en la nacionalidad mayoritaria del Estado sin previo consentimiento explícito de sus ciudadanos. La Europa de los derechos humanos debería dejar de jugar con todos ellos en base a las circunstancias políticas de quién es quién.
En la actual España nacional la autonomía para las nacionalidades no protege, ni desarrolla ni garantiza la identidad como pueblo ni para los catalanes, ni para los gallegos ni para los vascos. Y es en la evaluación de los hechos objetivos de estos últimos 25 años donde los expertos deben pronunciarse, olvidándose de sus ideologías y reflejando las diversas realidades producidas por la ausencia de autonomía o, más bien, por la imposición de las leyes estatales sobre éstas.
¿Han valido las autonomías en las nacionalidades para conformar y desarrollar el hecho nacional vasco, catalán... o han servido para vertebrar la nación española alrededor de su propia y exclusiva nacionalidad? ¿No son acaso las leyes del Estado las que priman en cualquier aspecto lingüístico y cultural sobre las de las nacionalidades? ¿No es el hecho lingüístico de facto existente en los 70 en Donostia o Barcelona el que realmente sigue primando hoy a través del estado nacional por encima de cualquier competencia autonómica a pesar de los lloros y espasmos de ficción de todos los españolistas? ¿No existe acaso esa lucha diaria y soterrada contra lo vasco y lo catalán, en la que sus hechos culturales, lingüísticos y políticos son tratados y expedientados legalmente como los de las «naciones vencidas» que se integran plácidamente en la nueva realidad española?
El caso de la nacionalidad catalana en el País Valenciano es un flagrante delito contra todo el pueblo catalán, contra su nacionalidad, su lengua, su historia y su cultura.
Y en esa tesitura, a esa Euskal Herria que viene reclamando el derecho a ser y estar durante siglos no se le puede ningunear más que por la fuerza, porque el derecho al que se aduce nace sólo de la fuerza.
No sabemos si Estrasburgo es competente o no para dilucidar sobre la consulta que el lehendakari propuso a los vascos de la Comunidad Autónoma. Sabemos que los ciudadanos vascos, cuando ejercemos o no nuestro derecho al voto, sean las veces que sean, no somos una «muchedumbre que secuestra la democracia» como mantienen catedráticos de Derecho Constitucional español. Los votos nunca secuestraron la democracia, aunque no nos extraña que juristas constitucionales españoles aduzcan en primer término y solamente todo lo contrario.
La democracia se secuestra por los que impiden votar, por los políticos indignos que hacen apología del status quo de sus intereses ideológicos y anímicos desmesurando las consecuencias políticas y amedrentando a juristas y ciudadanos.
Ni el lehendakari vasco, ni los partidos que reclaman el derecho a decidir, legales e ilegales ni la ciudadanía vasca tienen nada que ver con aventuras extremistas que desequilibrarían la democracia. La concepción nacionalista de España es la única que desequilibra el sistema.