No hay motivos para la esperanza. La reunión del G-20 que comenzará mañana es un enorme fracaso. Este rotundo fallo se debe a la nula posibilidad de proponer un cambio en el modelo económico actual, en el que los más desfavorecidos no tienen voz ni voto. En el otro plano, el de la propia configuración del sistema financiero como soporte del capitalismo, también pudiera darse otro fiasco, ya que no existen consensos previos ni acuerdos técnicos sobre los asuntos a tratar, y cada país insiste en poner el acento donde más le conviene para superar la crisis actual. Sólo existe unanimidad en la necesidad de hacer algo para arreglar los desperfectos ocasionados en la carrocería del capitalismo por la codicia, la irresponsabilidad de los dirigentes, la especulación salvaje y el libre albedrío de las entidades financieras.

De la justicia social y el reparto solidario de la riqueza no hay ni rastro en las intervenciones de los dirigentes que acudirán a Washington. Es decir, se trata, una vez más, de cambiar lo justo para que todo siga igual. Y en este caso, el pequeño cambio afectará, según la opinión más extendida, a la regulación y supervisión del sistema financiero. No habrá siquiera un mínimo intento de refundar el capitalismo. A pesar de la ocurrencia de Nicolas Sarkozy, todo será mucho más pedestre y práctico.