Joxean Agirre Agirre Sociólogo
Treinta años de paz constitucional
En estos días en los que el 30 aniversario de la Constitución española anega el discurso político oficial de congratulaciones y loas, el autor del artículo demuestra con un sencillo ejercicio de memoria histórica que estas tres décadas sólo han supuesto una prórroga de la dictadura franquista y, para Euskal Herria, la continuidad de la negación como pueblo.
Perdonen quienes lean estas líneas por ser tan dado a mirar hacia atrás, pero es que yo soy de los que otorgan a la memoria histórica un valor político incalculable. En estos tiempos en los que se legisla con mano de hierro y guante de esparto, resulta paradójico el aire filoprogresista con el que Garzón y el PSOE se aproximan a la historia de horror que jalona los antecedentes de este mismo régimen. Desde que en 1978 el pueblo español sancionara la Constitución redactada y bendecida por franquistas de todo pelo y gramaje, todo el esfuerzo por mirar atrás y descubrir atrocidades se detiene en los años siguientes a la revuelta fascista de 1936.
Es encomiable el coraje y el tesón con el que cientos de personas y organizaciones humildes han mantenido vivo el recuerdo y el orgullo republicano que llevó a sus familiares a las cunetas y fosas del franquismo. Milicianos, abertzales, anarquistas, comunistas, brigadistas internacionales, maquis, mugalaris, enlaces y militantes clandestinos fueron diezmados en los años en los que la realidad pocas veces conseguía rasgar la gruesa cortina tras la que el régimen se guarnecía.
Pero, con posterioridad, por más que Eisenhower visitase Madrid para expresar su espaldarazo al general ferrolano, a nadie se le ocurrió otorgar un aval democrático al franquismo. Sin embargo, en aras de una reconciliación que sólo premiaba a los asesinos, el ciclo final del franquismo, plagado de atrocidades, y, sobre todo, su continuidad constitucional, con heredero, bandera e himno incluidos, no despierta el mismo afán memorístico en amplios sectores de la progresía española y vasca. Después de que el 6 de diciembre de 1978 se certificase que lo que valía para España no tenía encaje en Euskal Herria, la memoria histórica se atrofió en el hipotálamo de quienes se beneficiaban del nuevo marco legal. Echemos la vista atrás, justamente hasta aquel otoño de 1978 en el que las hojas caídas y la propaganda política alfombraban nuestras calles.
El PSOE buscaba el punto de apoyo más propicio para proyectarse como una fuerza «de orden» y leal, después de haber celebrado en Suresnes el congreso clandestino más retransmitido de la era contemporánea. Los enviados por el superpolicía Conesa, jefe de la Brigada Político Social, asistieron con acreditación al cuello a la oficialización del giro político propugnado por González y Guerra. No obstante, en Euskal Herria, tanto Txiki Benegas como Urralburu blandían el Zazpiak Bat y el derecho de autodeterminación como señas de identidad política y ejes de su oferta a la sociedad vasca.
La derechona española, con UCD y AP como continuación del franquismo más recalcitrante, daba carta blanca a los servicios secretos para generalizar la guerra sucia contra los militantes abertzales a ambas orillas del Bidasoa. Maquinaban el asesinato de Argala, y con Fraga o Martín Villa como referentes inmediatos, planificaban nuevas masacres contra manifestantes pacíficos, alejaban al colectivo de presos y presas vascas hasta Soria, y otorgaban cobertura e impunidad a los torturadores.
El PNV, por su parte, se reubicaba para rentabilizar su negativa en Txiberta a una acción política conjunta en clave nacional. Y lo hacía aquel otoño manifestándose en Bilbo «contra el terrorismo», con dos palomas blancas al frente y una ciudad arrasada a sangre y fuego por los antidisturbios de la Policía Armada, que perseguían sin descanso a los manifestantes convocados por la izquierda abertzale.
Curiosamente, ese mismo mes de septiembre varios miembros del PNV fueron tiroteados en Bilbo por policías de paisano, cuando pegaban carteles llamando al Alderdi Eguna. Pero de todos es sabido que Arzalluz bebía los vientos por el falangista Adolfo Suárez. Aunque el PNV llamase a la abstención en el referéndum constitucional, en la trastienda de La Moncloa dejaron claro que su «sí» era inequívoco.
Euskadiko Ezkerra y algunos poli-milis, por su parte, calentaban dos sillas con un mismo culo. Con el lema «Berrogei urte eta gero hau», rechazaban el pacto constitucional y pegaban tiros en la rodilla los días pares, mientras que sus presos denunciaban a Gestoras pro Amnistía «por sectarias», y Onaindía y Bandrés urdían un estatuto raquítico y la liquidación de la lucha armada los impares.
Por último, la izquierda abertzale, la de siempre, saltaba del espacio sociológico al registro legal con Herri Batasuna como lecho de un caudal imponente. Ayer como hoy, la praxis militante pueblo a pueblo y el capital político acumulado en los años de resistencia frente al franquismo y a sus continuadores, le otorgaban legitimidad y crédito cuando se plantaron frente a la Constitución. Por española y por retrógrada. Y, en buena parte, su activismo y transparencia hicieron posible aquel rechazo histórico que ahora casi nadie quiere recordar.
La paz y la libertad que siguieron a aquella cita son franquicias de los «25 años de paz» que celebró el dictador en 1961, el mismo año en que la policía asesinaba en Bolueta a un representante comercial bilbaíno, Javier Batarrita, confundiéndole con un militante de ETA. La misma paz que desde la aprobación constitucional ha costado la vida a más de trescientos ciudadanos vascos, y ha dejado un reguero aún por consignar de heridos, detenidos, torturados, desaparecidos, encarcelados y exiliados. La mutación política y personal de los actores de aquel otoño «constitucional» no deja resquicio a la duda.
De la mano del PSOE nos llegaron el GAL, el desmantelamiento industrial, la OTAN, la cogobernación de Nafarroa en clave unionista, las condecoraciones a torturadores de Intxaurrondo, la dispersión y la condena de por vida para centenares de presos y presas políticas vascas. A finales de 1978 eran 102, y a fecha de hoy 755 personas engrosan el colectivo, muchas de ellas condenadas de por vida.
El PP recogió los bártulos de la derecha para cerrar diarios, ilegalizar partidos, criminalizar el movimiento popular y convertir los tribunales en terminales legales de la guerra sucia. Los antaño fascistas descendientes del viejo régimen pasan hoy por ser artífices de la democracia, sonrientes pregoneros de la fiesta constitucional.
Los dirigentes del PNV ya no exhiben palomas en las calles de Bilbo mientras los «grises» persiguen a los revoltosos. Transmutados en halcones, diezman con su propia policía a todo aquel que se interpone en su camino. Entretanto, en estos treinta años, las instituciones y mecanismos de autogobierno que han gestionado se asemejan a una red de burdeles a la orilla de la única vía transitable: la que une la CAV con Madrid. El neón jelkide, el «Concierto Político» que postulan, se enciende y se apaga desde las tripas del Estado.
Tras este recorrido histórico alfombrado de dinero sucio, impunidad, desmemoria, indignidad, negación y apuesta objetiva en favor de perpetuar el conflicto, ¿alguien se atreve a negar que lo verdaderamente honesto, revolucionario y edificante es seguir rechazando la Constitución? Como hace treinta años, con la memoria intacta, la izquierda abertzale es la única fuerza política que puede revisar su trayectoria sin sonrojarse. La principal garantía de que las próximas décadas serán muy distintas.