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El G-20 tenía que tomar acuerdos y acordó aplazar lo único que debía debatir

Ddese que Nicolas Sarkozy anunciara la muerte de «la dictadura del mercado» el pasado 15 de octubre, transcurrió un mes exacto hasta el diagnóstico de George W. Bush en las horas previas al encuentro del G-20, a saber, que no es preciso reinventar nada, toda vez que la crisis «no es un fracaso del sistema de libre mercado». Entre tanto, la propuesta del presidente francés de una mayor regulación del sistema financiero fue rebajada por ser considerada demasiado proteccionista por algunos socios de la Unión Europea. Con esos antecedentes, ayer, un 15 de noviembre que probablemente no pasará a la historia, tuvo lugar la esperada y, en opinión de algunos, crucial cumbre. Los participantes en el encuentro se mostraron satisfechos y a buen seguro estarán convencidos, o aparentarán estarlo, de haber cubierto las expectativas. Si se refieren a las de quienes esperaban de la cumbre decisiones de calado, difícilmente pueden hacer una valoración mínimamente positiva. Algo imposible para quienes comparaban la cumbre con aquella de Bretton Woods en Nueva Hampsire hace 64 años, en la cual se acordaron las normas comerciales y financieras y la creación del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Claro que aquélla fue preparada a lo largo de dos años, algo más de tiempo que las dos semanas que han precedido a la de ayer. Por otro lado, la situación de EEUU era la de la indiscutible primera potencia mundial, a diferencia del actual país en recesión y originario de la crisis financiera que se ha extendido por el mundo y ha afectado a la economía productiva. En cualquier caso, el hecho de que el G-20 se haya reunido en Washington poco antes del abandono de Bush de la Casa Blanca, cuando EEUU tiene nuevo presidente electo, no auguraba tales decisiones de calado.

Probablemente el principal acuerdo fue posponer el debate sustancial para antes del próximo 30 de abril, seguramente en Gran Bretaña, cuyo presidente entonces ostentará la presidencia de la UE, y posteriormente, en julio, celebrar un tercer encuentro en Italia. En efecto, los miembros del G-20 no lograron unificar sus posturas en lo referente a la regularización de los mercados y la intervención estatal. George Bush, en la línea de lo manifestado el día anterior, advirtió de los peligros de comenzar a aplicar políticas proteccionistas. Georg Bush, el mismo presidente que ha nacionalizado entidades financieras e incluso ha perdonado casi en secreto miles de millones de dólares a los bancos.

Por lo demás, la medidas que tomaron se resumen en la transparencia en el funcionamiento de los mercados y en el control de los reguladores como las agencias de calificación. Medidas que habrán de aplicarse antes del 31 de marzo, pero que, en cualquier caso, era preciso tomar tanto con crisis como sin ella, por lo que resulta inevitable la pregunta de por qué no se tomaron antes. Estos han sido los acuerdos -porque algún acuerdo habían de presentar- de una cumbre que calificaron de éxito, por no reconocer que seguirán poniendo parches a una embarcación atravesada por una importante vía de agua.

Así pues, la «refundación del capitalismo» habrá de esperar. De lo que se trata es de sacar el sistema del bache para volver a las andadas. Es decir, a la especulación sin ningún tipo de control hasta que una nueva crisis haga necesaria la intervención pública para reflotar el sistema con el fin de evitar el desastre colectivo. La responsabilidad de los gobiernos es clara y grave por permitir los actos delictivos, aunque no tipificados como tal, de quienes con su afán de riqueza arrastran a la pobreza a millones de personas, precarizan aún más la situación de los trabajadores y, por si fuera poco, en tiempos de turbulencias financieras son rescatados con dinero público, como si esas turbulencias obedeciesen a impulsos incontrolables de la naturaleza.

En vez de «refundación», cambio estructural

Sin embargo, la solución a esos desmanes y a sus devastadoras consecuencias tampoco puede venir de «refundación» alguna del capitalismo, cuyas crisis no obedecen a la mala cabeza de los responsables de algunas compañías financieras, sino al propio sistema económico cuyo funcionamiento es precisamente el que ponen en práctica los causantes de las crisis, las cuales no se producen como consecuencia de un mal funcionamiento, sino todo lo contrario, toda vez que son una característica estructural de ese sistema. El cambio necesario, por tanto, ha de ser estructural.

Ese cambio exigieron ayer, también en Washington y mientras se celebraba la cumbre del G-20, activistas de todo EEUU, en la que denominaron «cumbre del pueblo». Esa cumbre, aunque apenas concitó la atención de los medios de comunicación mundiales, denunció el intento de la cumbre del G-20 de salvar el capitalismo «para los ricos y poderosos», y exigió, así mismo, medidas económicas que beneficien a los trabajadores en todo el mundo. Ciertamente, ésas medidas son las verdaderamente necesarias, aunque sean incompatibles con el sistema neoliberal, porque los trabajadores, las clases humildes son las más dura y trágicamente golpeadas por la crisis, por los despidos que conlleva y por la precarización económica y laboral. Pero, como también se pudo oír ayer en las calles de Washington, tras décadas de situación crítica de los trabajadores, cuando se hunde Wall Street se reúnen para tomar medidas. Así ha sido.

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