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Fermín Gongeta Sociólogo

Clases sociales o castas impenetrables

La estructura y funcionamiento de la sociedad tiene demasiadas semejanzas con la estructura y actividad de una mediana o gran empresa. «Los de arriba», alejados de los talleres, y con frecuencia instalados sobre ellos, son quienes mandan, ganan más y en ocasiones también son dueños de la empresa. «Los de abajo», los de buzo, oficiales y peones «ordinarios», se hallan en la parte más baja de las escalas salariales y nunca se mezclan con «los de arriba». Entre unos y otros se sitúan los empleados y mandos intermedios, encargados y contramaestres; obedecen a los jefes y mandan a los obreros, sin integrarse en ninguno de los grupos.

Cuando en la empresa, y en la sociedad entera, una clase poderosa esclaviza, destruye y humilla al resto de la población, hacinándola en el hambre, la sola mención de los hechos es injuriosa y no se puede dejar de gritar y exigir justicia y equidad.

Según el Informe Anual de la Hacienda Vasca, en el año 2005, 10.000 contribuyentes afirmaron tener unos ingresos superiores a los 90.000 euros anuales; y más de 22.000 poseyeron unos ingresos superiores a los 66.000 euros anuales.

Frente a ellos, 444.542 contribuyentes, casi la mitad, declararon unos ingresos que apenas alcanzaban el umbral de pobreza, unas rentas por debajo de los 13.000 euros anuales. De ellos, 186.501 afirmaban tener unos ingresos inferiores a 6.000 euros, por debajo de los 500 euros mensuales.

El número de parados en Hego Euskal Herria alcanzó en octubre la cifra de 115.223 personas, cota que no se alcanzaba desde febrero de 2005. En un año han aumentado un 22,6% (GARA, 08-11-05).

Más de millón y medio de personas pasan hambre en el Estado español. («Consumer», 08-06). El 20% de la población del Estado español, unos 8,5 millones de personas, vive con ingresos inferiores al 50% de la renta media disponible, en una pobreza absoluta. La población parada se situaba en 2007 en 1,8 millones de personas (Informe 2007 de Caja Laboral).

Hablar de clases sociales y de lucha de clases durante la dictadura fascista en el Estado español fue algo que estuvo prohibido. Existían dos castas, las de los dominantes -Gobierno, Iglesia y Ejército- y la de los dominados, asesinados, huidos, encarcelados y explotados. Hablar de clases sociales era comunismo, anti-religión, pecado y delito. El Estado español existió en el mundo con cuarenta años de retraso ideológico y democrático. Lo más grave es que Europa, en marcha hacia atrás, lo está alcanzando.

Frente a lo que se pueda pensar, no fue Karl Marx quien acuñó el concepto de clase social. Él mismo reconocía haber tomado de sus predecesores tanto el término como el esquema de la lucha de clases. El hacendado David Ricardo se interesó en las leyes determinantes de la distribución de los ingresos entre las tres clases sociales, propietarios terratenientes, capitalistas y trabajadores. En su pensamiento no son los individuos, sino las clases sociales quienes se enfrentan, pues sus intereses son divergentes y antagónicos.

Las clases sociales se han construido en espacios nacionales-estatales delimitados, y las formas de identidad colectiva, la clase obrera, la aristocracia, la burguesía, son el resultado de las maquinaciones que el poder ha desarrollado en cada Estado.

La relación entre el poder del Estado y los hombres de negocios, el posicionamiento de la burguesía y la aristocracia, el contorno de la clase media pequeño burguesa, tiene en cada estado y en cada nación características peculiares y diferentes modos de oposición y coherencia. Pero las clases sociales siempre existen.

Cuando Marx y Engels escribieron el «Manifiesto Comunista», la vieja divisa de «todos los hombres son hermanos» la sustituyeron por el nuevo grito de lucha: «¡Proletarios de todos los países, uníos!». Muchos intelectuales, predispuestos a admirar al Marx que había escrito «El Capital», se sintieron molestos frente a las crudas páginas políticas del «Manifiesto». Porque una cosa es teorizar y otra distinta es incitar a la lucha por la subsistencia.

La globalización de la economía, la mundialización, no es un fenómeno nuevo. Sin remontarnos a Grecia y Roma con el afán expansionista de los imperios, en el siglo quince se desarrolló la ocupación colonial del mundo. Las grandes potencias invadieron territorios ajenos y se apropiaron de personas y bienes en nombre de patrias y religión. Las colonias de los países europeos no son sino la historia del despojo y empobrecimiento del mundo frente al enriquecimiento y despilfarro de los invasores.

A finales del siglo XIX, y hasta después de la II Guerra Mundial, los conceptos de clase se mantuvieron claros y nítidos en Occidente, y la clase trabajadora luchó por su presente y su porvenir. Después, durante los «treinta años gloriosos» de desarrollo en Occidente, hasta la crisis del 1974, la división internacional del trabajo tomó nuevos cauces. Las grandes empresas exportaron bienes manufacturados a las antiguas colonias al precio de un intercambio desigual de productos de la tierra. Instalaron empresas en el extranjero, amagando un anhelo humanitario, destruyendo trabajos en los países de origen y esclavizando una vez más a los aborígenes, apoyados por sus clases dirigentes, fieles imitadores de los desmanes de los industriales «civilizados», de culturas pretendidamente superiores.

Los estadistas, analistas y economistas lanzaron chorros de tinta para convencer al mundo de que el desarrollo era ilimitado, que cuanta más riqueza se creara, más se podía repartir entre la población hambrienta; que la división de trabajo entre manual e intelectual, entre obreros y organizadores, no significaba ni división ni oposición social. Que las clases sociales habían desaparecido, que el proletariado, los obreros, habían ascendido a cotas pequeño-burguesas. Occidente era el reino de la abundancia, y esa prosperidad sería llevada, entregada, al «tercer mundo», a los países subdesarrollados. El capitalismo absolutamente liberal había ganado la partida al comunismo y al socialismo. Ya en 1959, Robert Nisbet expuso todas las razones por las que en su opinión las clases sociales estaban llamadas a desaparecer. Decían que Marx había muerto.

La crisis desarrollista de la globalización-mundialización de la economía del año 2007 que ha irrumpido con violencia este año 2008 no es un hecho novedoso. Se presentó, con signos similares el año 1974 y, más tarde, en 1982.

La globalización, lejos de ser el cimiento que una las economías y los pueblos, es una formidable máquina de desigualdad que espolea a las clases dirigentes a desórdenes de todo tipo, financieros, económicos, sociales y medioambientales.

El inventario puede ser el siguiente: deslocalización de las empresas, que desestabiliza los viejos países industriales y los que están en la fase de desarrollo, ahondando en las desigualdades de empleo y del poder de compra. Todo se inicia con finanzas incontroladas y abusivas, con indecentes enriquecimientos, despilfarro de materias primas y degradación constante del entorno.

La globalización ha desencadenado las fuerzas financieras, dueños del dinero, que se manifiestan inmediatamente tanto más indomables cuanto que sus actos no están regulados, y se han convertido en el campo de todos los egoísmos.

Han favorecido una economía de endeudamiento, tanto a nivel privado como público, y han impulsado fraudulentamente al alza los precios de los activos y de las materias primas. La sociedad ha retrocedido más allá del punto de partida.

Pero lo peor está por venir. Y lo peor llegará si no rompemos las cadenas de parias a las que nos tienen sometidos. Porque «la historia de todas las sociedades hasta el día de hoy es historia de lucha de clases» («Manifiesto Comunista»).

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